miércoles, 1 de julio de 2009

Las satisfacciones de leer



A O. M., porque sus textos,
producen en mí,
una deliciosa inquietud

Dedicada, como me encuentro, a la lectura de textos de otros entiendo a Juan Carlos Onetti en la satisfacción de leer, en cama, junto a Lola. Recién ayer, y por regalo de una querida alumna del Taller de relato, ojeé uno de los últimos números de la revista de Andrés Hoyos, Elmalpensante. Justo era aquel ejemplar del cual recibí, vía mail, la reflexión de P. acerca del artículo de Pablo R. Arango, titulado “La farsa de las publicaciones universitarias” y que también Patricia, mi alumna, traía a colación; pero como tengo una pequeña fijación cuando de revistas se trata: leerlas y ojearlas de atrás hacia delante, mi primer encuentro fue con un artículo de Jordi Carrión, titulado “De los nombres no natos”, que trata sobre los diferentes títulos que, por descarte (de autores, editores y otros), entran al cuarto de San Alejo. Entre ellos, Carrión nombra aquellos por los que Baudelaire dio vueltas: Los limbos, Las lesbianas y Las flores del mal. Otra hubiese sido la historia de nosotros si la aguja se hubiese detenido en “Los limbos” o en “Las lesbianas”, y otro el imán de los fervientes seguidores si Cortázar se hubiera quedado con Mandala en lugar de Rayuela. Pero a lo que voy, en el fondo del asunto, no es al intricando mundillo que se teje cuando de títulos se trata (conozco varias historias, susurradas y casi míticas, de autores colombianos a quienes un séquito de empleados editoriales deben dedicar la lluvia de ideas para terminar de una vez por todas con la exitosa receta de un «bien vendido»), sino a una de las autoras mencionadas por Jordi Carrión, Carson McCullers, mujer estadounidense que escribe sobre los marginados e inadaptados del sur de EE.UU., y que, como dice Javier Memba, en “Carson McCullers, la retratista de lo más desolador del ‘deep south’”, un artículo publicado en http://www.elmundo.es/, “Su obra, reducida a cuatro novelas y un par de colecciones de relatos, nos muestra un mundo desolador poblado por sordomudos, mirones, niñas que buscan refugio en su fantasía, homosexuales y viragos.” Otra confesión sale a la luz, la predilección enfermiza que siento por gringos como John Cheever, Raymond Carver, y por una literatura con una tensión que respira en la superficie en medio de escenas cotidianas que hacen que aquella segunda historia (invisible por demás y de la cual habla Ricardo Piglia), sea la verdadera excusa de existir de la historia número uno, visible y pornográfica.

Y, para la muestra, un botón (un fragmento, mejor sea dicho) de Carson MacCullers y su Balada del café triste, título ―por lo demás, bello―:

La bebida de la señorita Amelia tiene una cualidad especial. Se nota limpia y fuerte en la lengua, pero una vez dentro de uno irradia un calor agradable durante mucho tiempo. Y eso no es todo. Como es sabido, si se escribe un mensaje con jugo de limón en una hoja de papel, no quedan señas de él. Pero si se pone el papel un momento delante del fuego, las letras se vuelven marrones y se puede leer lo que contiene. Imaginen que el whisky es el fuego y que el mensaje es lo más recóndito del alma de un hombre: sólo así se comprende lo que vale la bebida de la señorita Amelia. Cosas que han pasado inadvertidas, pensamientos ocultos en la profunda oscuridad de la mente, de pronto son reconocidos y comprendidos. Un obrero textil que no piensa más que en telar, en la fresquera, en la cama y vuelta al telar; este obrero bebe unas copas el domingo y se tropieza con un lirio de la ciénaga. Y toma esta flor y la pone en la palma de su mano, examina el delicado cáliz de oro y de pronto le invade una dulzura tan intensa como un dolor. Y ese obrero levanta de pronto la mirada y ve por primera vez el frío y misterioso resplandor del cielo de una noche de enero, y un profundo terror ante su propia pequeñez le oprime el corazón. Cosas como éstas son las que ocurren cuando uno ha tomado la bebida de la señorita Amelia. Uno podrá sufrir o podrá consumirse de alegría, pero la experiencia le habrá mostrado la verdad; habrá calentado su alma y habrá visto el mensaje que se ocultaba en ella.


Bogotá, 2009



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