martes, 23 de junio de 2009

El encanto de lo novedoso


Objeto preciado de la colección de souvenires son las palabras nuevas que designan lo de siempre… aunque sobren los guiones.

“La empleada de la barra deja caer un chorro de café en mi vasito de duroport, lo pone en el azafate y dice –Gracias– tan mecánicamente que no me deja más que sonreír y equilibrar la charola hasta encontrar un lugar para sentarme.” (Payeras, Ruido de fondo: [7])

Bogotá, 2009

Recomendado: Payeras, Javier. Ruido de fondo. Guatemala: Magna Terra editores, 2003.

lunes, 22 de junio de 2009

Elogio a la enseñanza


Borges, Kavafis, Eliot, fueron autores que descubrí, en el pregrado de Estudios Literarios en la Universidad Nacional, de la mano de Harold Alvarado Tenorio. Cómo olvidar aquellas clases dictadas en compañía de sus perros o de sus constantes quejidos cuando la gripa lo asolaba. Su figura rotunda (ya una cuestión de la memoria) despegaba de dos pequeños tobillos inverosímiles y fantásticos para posarse sobre la inconsistencia de las sillas de madera y metal de los salones. Temor me inspiraba su vozarrón que no perdonaba rincón del salón de clase.

Luego, entre estanterías llenas de libros, piso de madera y una única mesa para todos, conocí de la profunda voz de María del Carmen Porrúa, en el Instituto ubicado en la 25 de Mayo, en Buenos Aires, poemas de Luis Cernuda y Antonio Machado, que se agregaron a la ya iniciada lista por Alvarado Tenorio.

El recuerdo asoma porque, entre las ya mencionadas "Lecturas Dominicales" que hacen parte de mis vacaciones, encontré un comentario titulado “Talento nuevo”, de Harold Alvarado Tenorio, que da cuenta de la producción literaria de “Ocho jóvenes escritores de la Universidad Nacional en publicaciones del Colombo-Americano de Bogotá.” El vínculo del comentario proviene de las fotografías de los autores. Repasando los rostros me encontré con el de Otto Gerardo Salazar, autor de un libro de crónicas del que Alvarado Tenorio apunta:

[…] los textos de Otto Gerardo Salazar, publicados en su mayoría en periódicos llaneros. Lejos del provincialismo que tanto afecta a los periodistas hoy, escriban en el centro o en la periferia. Salazar sabe hacer síntesis de sus asuntos y escribe con igual facilidad y agudeza sobre “El loro en los tiempos del cólera”, “San Agustín, patrimonio histórico” o “El psicoanálisis de la Cenicienta y la decepción de Carlitos”.

Conocí a Otto en el Instituto Caro y Cuervo y admiré su tensón para repasar ―cada viernes― la carretera que une Villavicencio con Bogotá para asistir a un seminario-taller sobre ensayo. También alegraba mis incursiones al laberinto del correo electrónico cuando encontraba sus pequeños mensajes. Lectora de sus notas ‘bloggerianas’ recibo con agrado lo que la anacronía ahora me presenta de la pluma de Harold Alvarado Tenorio.

Bogotá, 2009.

Recomendado: Alvarado Tenorio, Harold. “Talento nuevo”, en “Lecturas Dominicales”, El Tiempo (Bogotá) 27 de agosto de 1989: 14.





lunes, 15 de junio de 2009

Las fieras que acechan




A finales de 2006 ―mientras me encontraba en una travesía por la ciudad de los buenos aires que, valga la pena decirlo, aún no concluyo― moría Héctor Libertella. En ese entonces me paseaba por Palermo, sin conciencia de que compartíamos el mismo lugar, dando vueltas a unos pequeños textos que llevaba a mi taller con Paszkowski. Veinte años antes, en 1986, mientras soportaba los años del inenarrable bachillerato, en Francia se concedía el Premio de cuento “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional a “El paseo internacional del perverso”, de Libertella y a “El encuentro”, de Juan Carlos Botero. Entre una gran pila de ejemplares de “Lecturas Dominicales”, de El Tiempo, que ocupan la sala de mi departamento, en el número que salió el 12 de octubre de 1986, encontré el cuento de Botero. La presentación del autor dice así:

Hijo del pintor Fernando Botero y de Gloria Zea, el autor de este relato compartió con el argentino Héctor Libertella el premio “Juan Rulfo” de este año, entre 2.472 obras provenientes de Hispanoamérica. Este galardón, auspiciado por el Centro Cultural de México, Radio Francia Internacional y el Ministerio de la Cultura de Francia, fue adjudicado en París a finales de septiembre, por un jurado conformado por Augusto Roa Bastos, Fernando del Paso, Severo Sarduy, Jorge Enrique Adoum, Julio Ramón Ribeyro, Enrique Caballero Bonald y Ramón Chao. Botero tiene 26 años y es estudiante de letras en la Universidad Javeriana de Bogotá.

Como trazado biográfico se puede anotar que Juan Carlos Botero ha publicado los libros de relatos: Las semillas del tiempo (1992) y Las ventanas y las voces (1999); que ha sido incluido en las antologías: Líneas aéreas (1999), Cuentos de fin de siglo (1999), La horrible noche (2001), y Und trümten vom Leben (2001), y que, en novela, ha publicado La sentencia (2002) y El arrecife (2006). También tiene en su haber, además del Rulfo, el premio al XIX Concurso Latinoamericano, México, 1990.

Tras mi lectura del cuento de Botero, que obedece al fructífero ejercicio del accidente, queda el sobresalto de leer a un ‘otro’ sin identificar que, en la visibilidad del artificio, denuncia la costura. Ahora procedo a re-construir esta sensación mediante una operación taxonómica: “Nuestra finca yace metida en un rincón de la cordillera andina. Vista de lejos, desde la carretera que se desprende de la capital y que pasa cerca, parece incrustada en el nicho de un pesebre, rodeada de un duro espesor, verde y áspero, que nace en la cimas de las montañas y se derrama sobre la sabana.” (Botero, 8). El inicio ―que ubica al lector, durante los primeros tres párrafos del texto, en una realidad trazada mediante el recurso de la descripción del espacio físico― solo sirve de excusa para empotrar, a modo de injerto, una historia hallada por el narrador en un libro titulado “Now I remember”, de un tal Sir Alexander Whitefield. La transición, efectuada como entremés, aclimata un poco el salto que el lector debe efectuar para pasar a ese otro nivel del relato que no es otro que el de la transcripción de una anécdota que se convierte en el centro del texto de Juan Carlos Botero y que se anuncia desde este vestíbulo:

Jamás he leído nada semejante y por ello la considero rescatable. Es decir, digna de perdurar, ya que una anécdota, según su profundidad, puede… apuntar. Se trata de recuperar un instante en que la vida cobra una dimensión trascendental, y su esencia, en medio de la fugacidad, riela antes de internarse de nuevo en el pandemónium de la cotidianeidad. (Botero, 12)

Ante esta explosión de palabras que no es otra cosa que la necesidad del autor por justificar un desliz que, en casos más afortunados, se conoce bajo el nombre de “metalepsis”, no queda más sino dejarse envolver por la historia ―interesante y pegajosa, eso sí― de Whitefield en Nairobi:

La tarde del 5 de marzo recibió una nota de un primo que no veía hacía años llamado John Bingham, notificándole de su reciente matrimonio con una tal Sarah Bishop y su deseo de visitar Africa [sic] en la luna de miel. […] John y Sarah llegaron al mes. Whitefield salió a la estación del tren para recibirlos. En medio de la confusión de equipajes y la mezcla de razas y el tumulto de personas y la turbulencia de idiomas, vio descender del vagón de primera clase a un ángel. No tuvo que ser presentado a aquella mujer fresca en medio de la hirviente atmósfera, de vestido cremoso y sombrero con velo, de rostro radiante que se turbaba al ver a los nativos, flotando en un ambiente personal como sino se apeara de un tren sino del Olimpo, para saber que era Sarah Bishop, esposa de John Bingham. (Botero, 12-13)

El final, como es predecible, es la renuncia a completar el marco que la finca, con estancia colonial incluida, había iniciado; de la misma forma en que la belleza de Sarah Bishop queda reducida, después del fallido safari, a “un trozo de tela ensangrentada, unos cabellos y unos huesos.” (Botero, 16)

Bogotá, 2009

Recomendado: http://luchadores.wordpress.com/2006/10/10/murio-el-escritorhector-libertella/

http://www.lecturalia.com/autor/1096/juan-carlos-botero

viernes, 12 de junio de 2009

Una barra de chocolate americano



El 27 de junio de 2005 se subastaron unos veinte dibujos de Picasso que tenían como protagonista a Geneviève Laporte, poeta y cineasta francesa, que conoció al pintor en 1944 con la tarea de una entrevista para la revista estudiantil del Liceo Fénelon:

Llegué ante un pequeño edificio en donde tres alas de escasa altura delimitaban un patio cerrado por una verja. No había portera. Nadie. Cogí una escalera, al azar, muy estrecha, de peldaños desiguales. En el primer piso oí voces que sonaban detrás de una puerta. Llamé. Una muchacha bonita y morena ―después supe que era Inès― me dijo, sonriendo, que subiera dos pisos más… Seguí subiendo, con el deseo de que no hubiera nadie. Pero, ¡ay! cuando ya pisaba los últimos peldaños de una escalera que parecía abrirse al cielo por una ventana, se abrió la puerta y oí cómo dos hombres se despedían en español. Uno de los dos pasó por mi lado y entonces me encontré ante el otro, cuando ya estaba a punto de cerrar la puerta. (Laporte, 94)

La jovencita presidente de la revista no conocía a Picasso por lo que confundió, en aquella primera ocasión, al pintor con el catalán poeta Sabartés, amigo de juventud de Picasso quien, ante la falta de poder para llevar a cabo su labor de poeta, consagró su talento como escritor a la escritura de prólogos y estudios sobre Picasso. Más tarde, Sabartés escribiría una novela sobre un dictador suramericano, titulada Su Excelencia, que Laporte traduciría al francés por requerimiento directo del propio Sabartés para Editeurs Fançais Réunis. La novela no tuvo mayor reconocimiento en Francia pero, años más tarde, Laporte se impresionaría ante la semejanza de El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, con dicha novela.

Esta mañana terminé El amor secreto de Picasso, de Geneviève Laporte, un libro de lectura amena que contiene los precedentes, antecedentes, desarrollo y fin de su historia como amantes durante el verano de 1951, en el estudio parisiense de la Rue des Grands Agustins y en Saint Tropez, en el momento en que el pintor finiquitaba su relación con Françoise Gilot, pintora que conoció en 1943 y que fue la madre de sus dos hijos, Claude y Paloma. Las incursiones de la estudiante del Liceo Fénelon al estudio de Pablo Picasso dejaron algo más que barras de chocolate americano y un osito decorado con lentejuelas que sostenía una bandera en una de sus patitas a la más tarde poeta y cineasta que consiguió insertarse en el círculo picassiano y sacar provecho de artistas como Jean Cocteau (quien ilustraría su libro de poemas, Sous le manteau de feu), Paul Elaurd y Jaques Prévert.

Laporte logra, con este libro, más que la confesión de su vínculo con Picasso, la visibilidad que tuvieron otras mujeres como Olga Khoklova, Marie Thérèse Walter, Dora Maar, Françoise Gilot, Jacqueline Roque.

Bogotá, 2009


Recomendado: Laporte, Geneviève. El amor secreto de Picasso. Prólogo y cronología de Josep Palau i Fabre. Versión española de Josep Elías Cornet. Barcelona: Editorial Euros, 1974, 238 p.

miércoles, 10 de junio de 2009

El problema del “autor real”



Cuando era pequeña pasaban por la televisión una serie llamada “Shogun”, dirigida por Jerry London y protagonizada por Richard Camberlain. No recuerdo cuál era el día que tanto esperaba a la semana para sentarme frente a la televisión a ver los kimonos, los espacios claros, desocupados, separados por el agradable sonido de las puertas corredizas; pero sí recuerdo que todos los fines de semana desbarataba mi cama e improvisaba mi espacio japonés con colchón y cobijas, y mi kimono, con sábanas de muñequitos. Chamberlain fue, en esta puerta de entrada a la cultura japonesa, mi primer amor platónico reafirmado luego en la también serie “El pájaro Espino”. Más tarde, en el invierno de 2001, mientras alimentaba peces naranja y amarillo en el estanque del jardín japonés, en Buenos Aires, pude reconstruir otro tramo de mi fascinación.
En el “Magazín Dominical” ―No. 659 del 31 de diciembre de 1995― de El Espectador me topé con un cuento de la escritora japonesa Kanai Mieko (Takasaki, 1947) titulado “Amor platónico”. Mi experiencia de lectura de narrativa japonesa se reduce a Yasunari Kawabata, Kenzaburo Oé y Yukio Mishima, pero creo que mi empatía con su visión del vacío y con la concepción del objeto literario –ante todo como estético- es alimentada por la necesidad de borrar las fronteras entre prosa y poesía que la historiografía literaria nos ha querido imponer a través de los géneros literarios. No estoy muy segura de que Kanai intente resolver ―como lo dice Fernando Barbosa, traductor y presentador del texto de la escritora japonesa―, “los interrogantes que plantea el origen de la creación literaria”; pero sí considero que “Amor platónico” es la puesta en forma estética del eterno conflicto al que se enfrenta el yo creador: la figura del autor, y que su cuento es una de aquellas sofisticadas e inspiradoras reflexiones teóricas acerca de la noción de autor en la obra literaria.
He aquí algunos apartes de su cuento:

Si alguna vez tuviera que probarle a ella que yo soy “la autora”, supongo que tendría que hacerlo escribiendo un ensayo o un libro. Me hice conocida de ella… bueno, en este caso no sé si “conocida” sea la palabra correcta… de cualquier forma, nuestra extraña relación comenzó cuando escribí mi primer cuento.

¿Por qué será que al final, así se trate de evitar la discusión sobre nuestra propia obra, o la que pensamos escribir, terminamos contándolo todo? A pesar de gozar con el silencio, las palabras emergen… Empezamos con el deseo de discutir la verdad y en la práctica llegamos a términos que encubren la verdad. ¿Qué está requerido y anticipado en el acto que llamamos “discutir la propia obra”? Quizás sea una forma de confesión. Y dentro de ese acto que pretende ser una confesión, sueño una forma en la cual, ocultos, permanezcan los libros que ingeniosamente se hayan vuelto ilusiones.

Hasta entonces, no tenía más que un título para el cuento que planeaba escribir: “Amor platónico”. ¿Y quién diablos lo escribiría? ¿Ella o yo?

lunes, 8 de junio de 2009

Una vez más, la forma especular






Las letras engañan cuando son los ojos los que leen. Se lee en la esquina escondida de lo íntimo. Los ojos son vidrios, cristales incoloros por los que pasa el material opaco de las letras. Lo que brilla es el destello del retruécano, del juego que se insinúa con la combinación de las letras que, de a poco, acumulan palabras. ZOO (A Zed and Two Noughts), de Peter Greenaway, es el equilibrio del reflejo interrumpido. Bajo la forma de un tributo a Vermeer, este artista (primero) y director de cine (después) de origen galés, logra que «el momento de la acción fugaz» y «el drama revelado por la luz» sean pivote de la maquinación refinada que deviene poética de la putrefacción. La dupla se supera a partir de otra dupla: los mellizos que, obsesionados con la pregunta acerca del tiempo que toma un cuerpo para descomponerse, empiezan una búsqueda exhaustiva de la respuesta. El doble no es solo la re-invención de algunos de los cuadros del pintor holandés de mediados del siglo XVII, Jan Vermeer, ni los dos círculos perfectos y azules que ocupan casi medio encuadre al inicio de la cinta. El doble es la obsesión, es una fijación que es fantasma de la obra artística y literaria. La inquietud por el otro que es el uno, el desdoblamiento del sujeto a través de su repetición.

Recomendado: http://seikilos.com.ar/seikilos/category/opinion/cine/greenaway/