sábado, 19 de septiembre de 2009

Sobre lo correcto de la corrección


No. Esta adición basta, en Historia del cerco de Lisboa, para cambiar el sentido de todo un libro. Tema de una ficción que, en el corrector, se convierte en real. Sin entrar en diferencias entre realidad y ficción, la misión del corrector es reducida a la astilla incrustada en la piel. Aun así, es una de las actividades que más disfrute produce. No siempre se tiene la oportunidad de suplantar al autor con su permiso: vivir la experiencia de que aquello es escrito por otro es algo a lo que se tiene derecho, pero a todo derecho es inherente un deber. Y la noción del deber se apoya en el respeto que traza el texto mismo: su ritmo, intención y efecto. Toda partida implica la contemplación de un horizonte que es compartido durante la lectura. El corrector debe tener la agudeza de vislumbrar ese horizonte de deseo del autor cristalizado en el texto; sin eso, la corrección es mera mención.

Bogotá, 2009

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Los premios {pero no Cortázar}

Ronda la idea de los premios ahora que me he dedicado a leer algunas novelas declaradas ganadoras de concursos literarios colombianos –grandes o menos grandes-. Los premios, todos lo sabemos, se consideran la solución más oportuna y posible de alcanzar la salida del anonimato literario además de representar el tesoro que todo pirata necesitado de alimento material persigue. Pero los premios se convierten en maldiciones una vez se gasta el cheque: las obras caen en el pozo sin fondo del olvido, la expectativa asfixia al autor y los compromisos sociales engatusan a la mano que escribe pasándole copas de vino, vasos de whisky, manos de hombres y manos de mujeres, y canapés de sal y de dulce. Lo peor de todo esto es que la franja de premios es invisible para la ya, de por sí, cegatona crítica literaria y la obra no pasa de la estación de reseñas obligadas por compromisos contraídos de todo tipo distinto al literario o de breves notas al margen de los avisos publicitarios en diarios y revistas. Algo me hace pensar que puedo recetar a las novelas premiadas con las prescripciones de las novelas autoeditadas y que, tanto las unas como las otras, adolecen del mal de la fugacidad de los quince minutos de fama de la cultura de masas.

Bogotá, 2009

martes, 15 de septiembre de 2009

Sobre el error de un nombre


Anoche, participando en una lectura sobre la novela de Alberto Sierra Velásquez, Dos o tres inviernos, la memoria me confundió a Oliver Sacks con Isaac Joseph, mientras pedía una extensión mayor para una idea que me pareció interesante: la del “lector insomne”. Luego, mientras fumaba un cigarrillo camino al paradero, hurgué en el cerebro la lectura que les había dado a mis jóvenes estudiantes del semestre pasado y que tuvimos que tratar con pinzas y bisturí. Me parece interesante pensar que un texto proponga una especie de lector insomne tal vez motivado por el tedio que propone la novela no solo como tematización sino también como experiencia de lectura. Lo cierto es que me hundí en la lectura de la novela de este escritor cartagenero y cuando digo que “me hundí” no quiero que suene como texto promocional de las novelas actuales. El hundimiento hace referencia al sopor que la lectura me provocó alentado por un texto que se aísla a sí mismo en una cápsula que poco o nada puede sobreponerse al paso del tiempo o al dialogo con sus semejantes.

Bogotá, 2009