domingo, 6 de diciembre de 2009

Cuestiones enunciativas


La casa, como refugio, como poética y como configuración del espacio literario, ha sido recurso de autores como Héctor Rojas Herazo, Pedro Badrán Padauí, Gabriel García Márquez. Como toda enumeración, la lista se enhebra por el hilo del escritor costeño que, contrario a lo que cree el habitante del interior, es triste por naturaleza. No he leído a Roberto Burgos Cantor, pero su mirada y sus gestos me lo confirman.

Si las paredes hablaran, de Javier Correa Correa (Barranquilla, 1959), es una novela corta, premiada en los Premios de Literatura Taller de Escritores Universidad Central, “25 años del TEUC”, 2006, por Arnoldo Palacios, Nicolás Suescún y Roberto Rubiano Vargas, que trae a la superficie la textualización de nociones rotundas e inasibles como el desamparo y la intemperie. Los personajes, habitantes del edificio en ruinas, tejen el espacio interior con los hilos del espacio físico. La melodía lenta del abandono y la ruina se inscriben dentro de la tradición de la tristeza tan afín a la materia literaria.

Bogotá, 2009.

Recomendado:

Correa Correa, Javier. Si las paredes hablaran. Bogotá: Ediciones Universidad Central, 2007, 110 págs.

lunes, 16 de noviembre de 2009

La creación del dr. Frankenstein


Aunque está en el estante de mi biblioteca, esperaba que El eskimal y la Mariposa, de Naum Montt, no abandonara su clasificación de cosa que ocupa espacio; es decir, tenía firmes intenciones de no luchar contra la resistencia que ella misma me impuso para superar su primera página, y darle al libro una existencia más digna como retenedor del polvo y del tiempo bogotanos. Pero, como suele pasar, tuve que dejar a un lado mi promesa para comentar el texto de una colega sobre esta novela. Apenas di la vuelta a la primera página me felicité por el hecho y, con el impulso, pude llegar sin contratiempos, y en un día de jornada, a la página 255 (esta hazaña la menciono porque es, según los editores y redactores de los comentarios en la contracarátulas de las novedades, sinónimo de calidad literaria). La lectura que me deja la novela es la de una creación al estilo de la del doctor Frankenstein. El libro tiene cara de policial, pero solo hay que avanzar lo suficiente para darse cuenta de que no existe el problema del enigma –pivote del género― y de que la inteligencia no es una las cualidades del texto, estoy pensando, por supuesto, en Juan José Saer. Más adelante, hace creer al lector que la cuestión es por el lado de la novela negra (no cabe duda, de que ese será su perfil fotogénico) y entonces, Naum Montt, demiurgo, vierte en el saco que contiene el letrero ‘novela’ la definición de Paco Ignacio Taibo II: "Una novela negra es aquella que tiene en su corazón un hecho criminal y que genera una investigación. Lo que ocurre es que una buena novela negra investiga algo más que quién mató o quién cometió el delito, investiga a la sociedad en la que los hechos se producen. Empieza contando un crimen, y termina contando cómo es esa sociedad" (Entrevista con Ana Salado en Abc Cultural. 1. Julio. 2000), y asegura con un gancho el problema de las clasificaciones. Con el problema superado (según Montt), se dirige al bargueño que guarda las pócimas ‘hibridez’, ‘cómic’, ‘kitsch’, ‘hechos históricos’, y van cayendo en la bolsa, uno por uno: Pequeño Larús, Coyote, José Miel, Mandrake, Casandra, Eskimal, Mariposa, asesinato de Bernardo Jaramillo Ossa, asesinato de Luis Carlos Galán, asesinato de Carlos Pizarro. Para el cierre, nada más efectivo que apelar al espíritu romántico e invocar el arduo trabajo de la escritura en la problematización del Eskimal, responsable de rescatar del olvido la historia, con h minúscula, y salvar algo del naufragio.

La respuesta al desazón de la novela está dentro de la misma novela (punto que le abono a Montt) y que responde, también, al espíritu de época que nos aqueja: el conflicto, sin digerir, de la dupla tradición/novedad, una sombra que intoxica la luminosa autosuficiencia de los escritores del momento, y que se resuelve en la deliciosa simplicidad del ser lector. Coyote, lector, rescata una entrevista del Eskimal:

Macondo agoniza. Ya pasaron los tiempos de las mariposas amarillas y los deseos incestuosos. Las pestes del insomnio, del olvido y del amor, tan comunes a Macondo, han llegado a la ciudad bajo una forma vulgar y miserable. A golpe de disparos, situaciones estúpidas y enfermedades extrañas e incurables, terminaron por convertirnos en personajes inverosímiles, absurdos, degradados por una muerte que nos llegó a medias, sin ganas y sin fuerza para hacernos morir del todo. No nos queda más que agonizar en medio de la locura: locos de amor, locos de tiempo, locos de muerte, locos perdidos en mundos invisibles… Si entrara el diablo a escoger no se salvaría nadie. (Montt, 2004: 41-2)

No importa si agoniza o no, Macondo es un referente más para el lector. Sin la pretensión de ser sombra para el escritor, Macondo es parte de la tradición, una tradición que superó las angustias de la agonía con su inmortalidad. Eso es lo que no han entendido aquellos que conforman la lista del diablo cuando debe escoger a quién se lleva: Naum, alista tu maleta.

Bogotá, 2009.

lunes, 9 de noviembre de 2009

La imagen superada

Walbert Pérez Martínez


Pocas veces, más en los tiempos que nos aquejan, se topa la lectora con un libro que, desde el papel, susurra los cuidados editoriales de la impresión. Esta lectora, ya emocionada con el peso del objeto, paladea los sabores del papel vegetal en un alto gramaje, las ilustraciones de un reconocido artista gráfico y las fotografías a todo color de las pinturas de un joven artista abstracto. Luego, pasa al texto, centro de un título que repasa la idea del tiempo y del doble en sus tres palabras: Memoria de Caín, de Anatael Garay Álvarez. Las palabras, los poemas, de este libro tienen entonces un gran reto: sobreponerse al impacto estético del paratexto para seducir a la lectora con su texto; abandonar el plano de lo físico para dejar espacio a la música y a la imagen que deben transpirar, inspirar y expirar, el poema. La lectora va en busca de eso, no porque sea fórmula de lectura académica, sino porque algún buen profesor o alguna buena profesora le revelaron que solo la lectura en voz alta ilumina la Poesía. La palabra en poesía no es certeza, la palabra en poesía opera como el umbral que promete una experiencia estética; pero el libro de Anatael Garay se queda en la experiencia desnuda que, con palabras, reproduce y da cuenta de una acción. La palabra se ahoga en su certeza de palabra y no acalla lo abrupto y arbitrario de sí misma en la búsqueda de lo que ella quiere en realidad ser.

Del diluvio, se rescatan estos versos, esparcidos como faros en el texto:

alguien aquí juega a ser alguien
alguien con mi nombre
alguien con mis señas
conspira estas palabras
(“Los cigarrillos de Sócrates”)


la poesía no es la cuerda en el vacío
la poesía es el vacío
donde el pie sueña otras orillas
(“Los cigarrillos de Sócrates”)


en estas palabras ocurren
todas las palabras del mundo
(“Don Quijote en servilletas de bar”)


y la memoria era una extraña forma del dolor
(“Macayepo city”)


hay un día en el día
la claridad es un lento oficio de gusanos
la luz se inventa en los ojos
y los ojos inventan al mundo
y su agonía
(“Relojería de gaitas”)


nada mío será memoria
ni tu boca haciendo
verdad las orillas
de la noche
(“Las orillas de la noche”)



Acerca de: Garay Álvarez, Anatael. Memoria de Caín. Los poemas del purgatorio. Bogotá: Corporación Unificada Nacional de Educación CUN, 2008, 177 p.

sábado, 7 de noviembre de 2009

La insularidad toma territorio

El estupor me embarga un poco más, cada vez que tengo la oportunidad de asistir a intercambios de carácter humano. Viví con una comunidad de gatos (ahora son dos) y puedo dar fe de que los animales no son así. Solo el hombre, con eso que se jacta de llamar razón y, peor aún inteligencia, está en plena capacidad de ser cada día más egoísta, soberbio, necio.

Bogotá, 2009.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Y a los críticos, ¿quién los lee?


Mucho se repisa aquello de que no existen lectores para la cantidad de novedades que llenan espacio en las vidrieras de las librerías (hasta las editoriales han desistido de los grandes y libadores lanzamientos); pero poco se habla del flaco público que recorre las letras críticas de la literatura. Si se busca responsable, se podría señalar a la academia como la primera culpable: su acartonamiento, oloroso a engrudo de abuela, aún cree que lo rebuscado es garantía de credibilidad. A esto hay que sumarle la carrera a que someten, las publicaciones indexadas y los requisitos para aplicar o mantener una plaza dentro de una universidad, a los profesores, y que solo logra aumentar la montaña de textos que bostezan uno sobre el otro sin enterarse de lo que hablan. Como lectora, puedo dar fe de que la mayoría de textos que he tenido la suerte de leer, y que aparecen en revistas académicas, me han prodigado mayor fuente de aburrimiento que la asistencia a encuentros literarios en la feria del libro y, en su lugar, han dejado de lado la principal misión del crítico: iluminar la lectura de una fuente primaria. Lo que sucede con la crítica es algo del fenómeno que asalta a la literatura actual: el autor no acepta su muerte en el texto sino que, por el contrario, necesita que sea el texto un espejo que refleje la imagen que cree tener de sí mismo. Se encapsula la literatura en un ojo de agua donde el único que reconoce alguna forma es el que se mira a sí mismo sobre la superficie, pero ¿y el fondo?

Bogotá, 2009.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Narrar lo inenanarrable

Al concluir la lectura de Cada día después de la noche, novela ganadora del XIII Concurso de Novela “Aniversario Ciudad de Pereira”, 1996, de Jairo Restrepo Galeano, pienso los modos en que se hace posible dar cuenta de la imposibilidad de narrar una experiencia traumática, en este caso la tragedia de Armero. Walter Benjamin habla del silencio de los soldados al volver de la guerra. La solución planteada en la novela de Restrepo Galeano se asegura en una escritura que atraviesa de aire las ideas, convirtiéndolas en sentencias, epílogos, de acuerdo a la procedencia de la imagen: unas veces la carne y otras la memoria. La fragmentación supera el campo que sugieren las frases cortas, cuenta gotas de la voz testimonial que da cuenta del desastre, y troncha en dos la experiencia lectora: Armero y Cartagena. Ante la imposibilidad de unión entre los dos espacios físicos, queda el trazado de un puente que va desde las experiencias sexuales (en el tono de la conocida balada de la posesión y la penetración) hasta la enfermedad del cuerpo. Demasiada carne, para mí, y poco vino para pasar el sabor.

Bogotá, 2009.

domingo, 4 de octubre de 2009

Lo maravilloso de lo breve: Junot Díaz



Los errores de la búsqueda me condujeron a llevar a mi casa y a mi cama, lugar preferido de lectura, un libro desconocido de Junot Díaz, Los boys. Díaz, escritor dominicano (1968), renombrado nombre gracias a su novela The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, ha reconfortado mis días de enfermedad con una colección de relatos, estampas, que funcionan bien solos o acompañados. ¿En qué radica la maravilla? Lo primero, el lenguaje: suerte de tematización del exilio a través del uso de palabras propias del castellano chispeadas entre lengua extranjera (¿es necesario recordar la opción de la escritura en el idioma inglés?). El ejercicio de traducción se convierte en una propuesta de alquimia del lenguaje que reclama su origen latino, al igual que los personajes. La poética del desarraigo, anunciada desde el mismo título, se estructura –como la buena literatura– en la palabra como materia. Pero la tematización del exilio va más allá del lenguaje, apuesta desencadenada por el planteo de personajes-intemperie: seres que deambulan, por el texto como por la vida, y que se convierten en una razón segunda para hablar de maravilla. Como tengo una especial fijación por el tres, concluyo esta nota de gratitud con la enunciación de los temas: mojones del efecto estético: la pérdida de identidad (engalanada en su representación y tematización con el “Sin rostro”), el despertar sexual (carnalización de la escritura), la búsqueda del paraíso y la renuncia al mismo (visión de lo “otro” desde el extrañamiento y la anomia) y el tributo a la mami (metáfora del origen perdido y recuperado).

Bogotá, 2009

Muy recomendado: Díaz, Junot. Los boys. Trad. Miguel Martínez-Lage. Barcelona: Mondadori, 1996, 202 p.

Interiores



Hablar de monólogo interior [fluir de la conciencia] es nombrar a Virginia Woolf, a James Joyce. Hace poco, la novela del sesenta, Dos o tres inviernos me hizo pensar en la sofisticación que demanda, del artista, esta técnica literaria para convertise en obra. Contraria a muchos, me aburrí mucho con La señora Dalloway: el monólogo rebasa la afectación hasta el punto de producir arcadas que se traducen en el paso rápido y aéreo de las páginas (solo retenidas con las apariciones de Septimus).

Durante mis breves vacaciones, tuve por empresa leerme una novelita del escritor austríaco Arthur Schnitzler (Viena, 1862-1931), La señorita Elsa que, en 1923, aglutinaba en palabras las angustias femeninas de la heroína: una mujercita debatida entre la entrega física, como prenda de una deuda paterna a un hombre que la demanda, y su entrega a las elucubraciones del deseo íntimo.

Como es lógico, gana el deseo a la realidad (sino pregúntenle al grande Luis Cernuda que se ocupó del asunto en su universo poético) y el lector asiste al texto ya no como testigo, sino como textigo (delicia de delicias para nosotros, los vouyeristas) que se balancea y pedalea entre lo que se ve y lo que se siente.

Recomendado: Schnitzler, Arthur. La señorita Elsa. México: Siglo XXI Editores, 1982: 9-101.

Bogotá, 2009

sábado, 19 de septiembre de 2009

Sobre lo correcto de la corrección


No. Esta adición basta, en Historia del cerco de Lisboa, para cambiar el sentido de todo un libro. Tema de una ficción que, en el corrector, se convierte en real. Sin entrar en diferencias entre realidad y ficción, la misión del corrector es reducida a la astilla incrustada en la piel. Aun así, es una de las actividades que más disfrute produce. No siempre se tiene la oportunidad de suplantar al autor con su permiso: vivir la experiencia de que aquello es escrito por otro es algo a lo que se tiene derecho, pero a todo derecho es inherente un deber. Y la noción del deber se apoya en el respeto que traza el texto mismo: su ritmo, intención y efecto. Toda partida implica la contemplación de un horizonte que es compartido durante la lectura. El corrector debe tener la agudeza de vislumbrar ese horizonte de deseo del autor cristalizado en el texto; sin eso, la corrección es mera mención.

Bogotá, 2009

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Los premios {pero no Cortázar}

Ronda la idea de los premios ahora que me he dedicado a leer algunas novelas declaradas ganadoras de concursos literarios colombianos –grandes o menos grandes-. Los premios, todos lo sabemos, se consideran la solución más oportuna y posible de alcanzar la salida del anonimato literario además de representar el tesoro que todo pirata necesitado de alimento material persigue. Pero los premios se convierten en maldiciones una vez se gasta el cheque: las obras caen en el pozo sin fondo del olvido, la expectativa asfixia al autor y los compromisos sociales engatusan a la mano que escribe pasándole copas de vino, vasos de whisky, manos de hombres y manos de mujeres, y canapés de sal y de dulce. Lo peor de todo esto es que la franja de premios es invisible para la ya, de por sí, cegatona crítica literaria y la obra no pasa de la estación de reseñas obligadas por compromisos contraídos de todo tipo distinto al literario o de breves notas al margen de los avisos publicitarios en diarios y revistas. Algo me hace pensar que puedo recetar a las novelas premiadas con las prescripciones de las novelas autoeditadas y que, tanto las unas como las otras, adolecen del mal de la fugacidad de los quince minutos de fama de la cultura de masas.

Bogotá, 2009

martes, 15 de septiembre de 2009

Sobre el error de un nombre


Anoche, participando en una lectura sobre la novela de Alberto Sierra Velásquez, Dos o tres inviernos, la memoria me confundió a Oliver Sacks con Isaac Joseph, mientras pedía una extensión mayor para una idea que me pareció interesante: la del “lector insomne”. Luego, mientras fumaba un cigarrillo camino al paradero, hurgué en el cerebro la lectura que les había dado a mis jóvenes estudiantes del semestre pasado y que tuvimos que tratar con pinzas y bisturí. Me parece interesante pensar que un texto proponga una especie de lector insomne tal vez motivado por el tedio que propone la novela no solo como tematización sino también como experiencia de lectura. Lo cierto es que me hundí en la lectura de la novela de este escritor cartagenero y cuando digo que “me hundí” no quiero que suene como texto promocional de las novelas actuales. El hundimiento hace referencia al sopor que la lectura me provocó alentado por un texto que se aísla a sí mismo en una cápsula que poco o nada puede sobreponerse al paso del tiempo o al dialogo con sus semejantes.

Bogotá, 2009

lunes, 31 de agosto de 2009

Antes de que llegue el olvido

Leo una novela, rescatada en el 2007 por la colección “Biblioteca de Literatura del Caribe Colombiano”, del escritor cartagenero Alberto Sierra Velásquez. Este cineclubista en los años sesenta y setenta, escritor de teatro que fundó y dirigió el Teatro de Cámara de Cartagena, es el autor de una novela corta titulada Dos o tres inviernos, premiada por la Extensión Cultural de Bolívar en 1963. La novela se divide en tres capítulos: Interiores: la habitación; Exteriores: la ciudad, y Exteriores: la “fiesta del agua”. La protagonista, una mujer que vive con pasión inusitada el tedio de la existencia, contempla desde su ‘cuarto propio’ lo que sucede afuera. La propuesta, no hay que negarlo, es interesante; en el umbral que dibuja la prosa en el encuentro con lo poético, la novela de Sierra Velásquez se despliega, surrealista y absurda, sobre el telón de fondo de una Cartagena húmeda y ruinosa, llena de callejones y vericuetos como el trazado de la protagonista a través de sus pensamientos.

El reparo está en el lenguaje. A mi modo de ver, no hay duda alguna de que Dos o tres inviernos lanza al tapete de la experimentación y de la apelación al lector, la tradición de las letras costeñas engolosinadas con personajes míticos y con la superación de la brecha entre civilización y barbarie que representan las duplas oralidad-escritura y campo-ciudad, pero con el despliegue, un tanto aturdidor, de procedimientos que dejan al aire la costura de la escritura para que sea fosilizada mediante una serie de palabras retorcidas y pesadas que creen así succionar el tuétano de lo literariamente estético y que, como lo dice el personaje-objeto-de-deseo-de-la-protagonista, cree que “Decir absurdos es crear” (Sierra Velásquez, 82).

Bogotá, 2009

Recomendado: Sierra Velásquez, Alberto. Dos o tres inviernos. Cartagena de Indias: Editorial Universitaria. Universidad de Cartagena, c2007, 160 p.

martes, 25 de agosto de 2009

Las definiciones del género



A raíz de una conversación presenciada el día de hoy, como sobremesa, pienso en la definición de la novela, sobre la conveniencia de los límites cuando de lo inabarcable se trata. La novela propone la eterna transformación. Pensar en la anti-novela implica que se asume la cristalización de una definición que opere como punto de partida y, desde esa fabricación de certeza, empieza el error. Las novelas, cuando son buenas, cuando superan la prueba del devenir temporal, encierran la transgresión de la tradición de su género. Entonces, todas adoptan como motor de su génesis la ruptura con lo anterior y, por ende, se presentan como «anti». Debo recordar que pienso así cuando pienso en buenas novelas a lo largo de la historia de la literatura. Es posible que así lo hayan pensado, en su momento, Joyce, Beckett, Woolf, Fernández (Macedonio), Cortázar, Bellatín, Aira o algunos de nuestros escritores colombianos actuales.

A mi modo de ver el término anti-novela implica, antes que la aclaración de una definición de novela, la delimitación de un segmento temporal que permita establecer la dinámica de tradición y ruptura que se quiere proponer.

Bogotá, 2009

jueves, 20 de agosto de 2009

El encanto Faulkner-Hemingway

A los escritores no hay que creerles. Esta afirmación se acomoda en el forcejeo de siempre entre la ficción y la realidad. ¿No hay que creerles porque lo de ellos es un asunto que atañe a la invención? ¿No hay que creerles porque los circunda un doble, su doble? Yo creo que la sentencia se aplica para todo espectro humano, sea cual sea su función en este reino. A los seres humanos no hay que creerles. Con esta premisa en el bolsillo, voy al punto que motiva esta marejada: un libro, editado por el mexicano Lauro Zavala, que se titula La escritura del cuento, y que hace parte de Teorías del cuento.

Allí encontré el testimonio —y téngase muy en cuenta lo de testimonio— de un escritor norteamericano que hace poco leí: Donald Barthelme, de Mario Vargas Llosa y de Raymond Carver. La enumeración se valida por un elemento en común que denomino el factor Faulkner-Hemingway. Los personajes ya están. El conflicto se concentra en una cuestión de influencias que no es otra cosa que nuestro siempre latente instinto devorador. Ya Harold Bloom lo había denominado como «la angustia de las influencias», el motor de la invención, creo yo.

Bogotá, 2009

miércoles, 12 de agosto de 2009

Sobre la mala educación

La infancia es un pasto verde y lozano que algunos se encargan de cerrar y parcelar con mojones y alambre de lo que es la buena y la mala educación. Si bien a mí no me tocó, como a mis padres, saborear los dictámenes de la Urbanidad de Carreño, si me explicaron las monjas –de forma clara y poco pedagógica- de qué se trataban las buenas y las malas costumbres. Ahora, ya cuando creo que este asunto es una etapa superada (con secuelas, pero superada), llega a mí una novela de Pedro Badrán titulada Un cadáver en la mesa es mala educación.

Conocí a Badrán con la excusa de mi proyecto sobre literatura colombiana contemporánea y recibí de sus manos El día de la mudanza. Recuerdo haberla leído con fruición y muy buen apetito porque soy afín a esa poética del espacio cuando se encuentra, en una esquina, con el paso del tiempo. Ahora, que leo esta otra novela, escrita en el 2003 y publicada por Ediciones B en el 2006, extraño al Badrán que encontré una vez en una escalera y que me contó que estaba próximo a viajar a París con una beca de la alcadía de esa ciudad para escribir una novela que después sería Un cadáver en la mesa es mala educación. El juego de espejos funciona, más ahora, cuando nuestra imagen se desdibuja y nos buscamos en la escritura, con desespero, devorando cada letra y palabra, sin dejar que cada sabor impregne nuestra lengua. La historia, Made in Colombia, es la de un periodista que cubre la muerte de un colega y compañero, Alcibíades Salazar, que aparece muerto en su casa en extrañas circunstancias. Podría, si me lo propusiera, dar cuenta de la novela con el abanico de palabras que periodistas y medios han constituido como bandera de la expresión: presunto, asesino, implicado, corrupción, pero no es ese el caso, ni este el momento. El caso es dejar constancia de mi extrañeza con Pedro y buscarlo porque, entre la experimentación que aduce la inserción de notas que quieren parecer recortes de periódico y los párrafos que se abrazan a la cursiva como medio para denunciar el relato dentro del relato, lo único que me queda es el sabor de que esta es una novela negra con un destino más oscuro que su intención.

Bogotá, 2009

martes, 4 de agosto de 2009

Esto apesta


Atentados, guerrilla, paramilitares, satánicos y maldadosos. Narcotráfico, tetas, secuestros, prostitución y corrupción. Si bien en la literatura no es importante el qué sino el cómo, los escritores y editores del momento abusan ya no del desocupado sino del sufrido lector. Esto huele mal, de Fernando Quiroz, prolongación del monstruo contemporáneo que llaman novela, no solo garantiza desde la misma portada —un perro French Poodle y una pierna encorreada de mujer— la experiencia repetida, sino que se encarga de mantener lo repetible hasta las últimas líneas de 181 páginas y 76 cortos capítulos: la infidelidad de Ricardo, un trabajador de una agencia de viajes (o algo así, que en todo caso no importa porque solo funciona como excusa de sus escapadas y de la mención que Quiroz hace de los argentinos para conmemorar su capítulo Gatopardo-Buenos Aires). La fórmula de eventos de la vida política, social y sexual colombiana esta vez escoge como escenario el atentado del Club del Nogal del que se salva el protagonista gracias a que, justo en esos momentos, se encuentra departiendo con Manuela, su amante de turno. Hace poco leí en una de las columnas de Carolina Sanín, en El Espectador, titulada “El chisme de la novela”, una reflexión bastante interesante sobre la infidelidad que apela a la experiencia novelística y que en mí insufla esa idea que me encanta del doble; pero que, en el caso de Esto huele mal, encarnece la lista de producciones escritas que se inscriben en lo que llamo, desde ahora, «experiencias telenovelísticas». Una mejor portada para esta novela de Fernando Quiroz, hubiese sido, tal vez, una fotografía de la mierda de Nerón, el perro de Manuela.

Bogotá, 2009

viernes, 17 de julio de 2009

Analogías escogidas

Un deleite de la riqueza del español de la mano de Fernando Vallejo, autor de ese monstruo de mil cabezas que es Logoi.


http://www.youtube.com/watch?v=CjM5PKlIQNc



lunes, 13 de julio de 2009

En medio de todo



Una de las recurrencias es la repetición. Mismas paredes, mismos avisos, misma gente, mismos edificios, pasan todos los días por la ventana del transporte. Lo mismo sucede en la pantalla del televisor, estrenos que ya muestran el desgaste de su uso. El tedio, tibio y pegajoso, de comenzar un nuevo día para volver al colegio. Misma estupidez, mismo horario, misma campana para la salida. Descanso. Y luego otro día.

Todo esto porque Daniel Canogar, artista español que experimenta con la imagen fotográfica, llamó mi atención con una fotografía-arqueología de cuerpos desnudos mezclados con juguetes.

Recomendado:

http://www.danielcanogar.com/

lunes, 6 de julio de 2009

El Paraíso está perdido



Hace días no me aburría tanto. Mientras esperaba la llegada de unos libros en la Biblioteca Luis Ángel Arango, entré a ver la exposición de Francis Alÿs, un belga, modelo 59, con una figura de nunca acabar envuelta en telones caqui a modo de camisa y pantalón. Como buen europeo, aburrido de su vida de arquitecto, decidió un día, lo más seguro, de invierno, calzarse sus únicos pares de tenis marca Converse, meter “dos calzoncillos y dos camisetas” en un backpack y comprar un tiquete a aquellas tierras paradisíacas que tanto muestran los afiches y avisos publicitarios en las agencias de viajes del Viejo continente. Y, como nos suele pasar, en este Nuevo continente, que aún se maravilla con el espejo que le muestra el recién llegado, entregamos nuestro oro, léase interés-admiración-respeto-reverencia, a cambio del espejo que nos alcanzaron sus dedos pálidos y largos.

“Política del ensayo”, como titula la exposición, es la reunión de una serie de vídeos, dibujos, apuntes, fotografías, que se acercan más a una colección de objetos que se descartan durante el proceso de creación. Aquellos elementos que reclaman volver al cesto de la basura del cual fueron arrebatados son ―a juicio no solo del artista sino también del curador y de algunos otros que se arrogan el título de conocedores― piezas dignas de ocupar los dos pisos de la Casa Republicana, entre las que se incluyen el sinsabor de un perro recuperando una pelota en un soleado patio; un escarabajo que planea, maqueta de por medio, su subida fallida por una carretera destapada en un destapado pueblo mejicano; una tropa de barrenderos que se prestan a esparcir bolsas, envases y demás basura, para luego dedicarse a empujarlas como reza la maqueta y los deseos de un personaje que, ni belga, ni mejicano, ni arquitecto, ni artista, ni chicha ni limoná, es ―según el texto que aparece en la página web de la BLAA― dizque “[…] el artista más latinoamericano de todos los artistas europeos […]”.

Recomendados:

http://www.lablaa.org/exposicion-francis-alys.htm

http://www.criticarte.com/Page/ensayos/text/FrancisAlys.html

miércoles, 1 de julio de 2009

Las satisfacciones de leer



A O. M., porque sus textos,
producen en mí,
una deliciosa inquietud

Dedicada, como me encuentro, a la lectura de textos de otros entiendo a Juan Carlos Onetti en la satisfacción de leer, en cama, junto a Lola. Recién ayer, y por regalo de una querida alumna del Taller de relato, ojeé uno de los últimos números de la revista de Andrés Hoyos, Elmalpensante. Justo era aquel ejemplar del cual recibí, vía mail, la reflexión de P. acerca del artículo de Pablo R. Arango, titulado “La farsa de las publicaciones universitarias” y que también Patricia, mi alumna, traía a colación; pero como tengo una pequeña fijación cuando de revistas se trata: leerlas y ojearlas de atrás hacia delante, mi primer encuentro fue con un artículo de Jordi Carrión, titulado “De los nombres no natos”, que trata sobre los diferentes títulos que, por descarte (de autores, editores y otros), entran al cuarto de San Alejo. Entre ellos, Carrión nombra aquellos por los que Baudelaire dio vueltas: Los limbos, Las lesbianas y Las flores del mal. Otra hubiese sido la historia de nosotros si la aguja se hubiese detenido en “Los limbos” o en “Las lesbianas”, y otro el imán de los fervientes seguidores si Cortázar se hubiera quedado con Mandala en lugar de Rayuela. Pero a lo que voy, en el fondo del asunto, no es al intricando mundillo que se teje cuando de títulos se trata (conozco varias historias, susurradas y casi míticas, de autores colombianos a quienes un séquito de empleados editoriales deben dedicar la lluvia de ideas para terminar de una vez por todas con la exitosa receta de un «bien vendido»), sino a una de las autoras mencionadas por Jordi Carrión, Carson McCullers, mujer estadounidense que escribe sobre los marginados e inadaptados del sur de EE.UU., y que, como dice Javier Memba, en “Carson McCullers, la retratista de lo más desolador del ‘deep south’”, un artículo publicado en http://www.elmundo.es/, “Su obra, reducida a cuatro novelas y un par de colecciones de relatos, nos muestra un mundo desolador poblado por sordomudos, mirones, niñas que buscan refugio en su fantasía, homosexuales y viragos.” Otra confesión sale a la luz, la predilección enfermiza que siento por gringos como John Cheever, Raymond Carver, y por una literatura con una tensión que respira en la superficie en medio de escenas cotidianas que hacen que aquella segunda historia (invisible por demás y de la cual habla Ricardo Piglia), sea la verdadera excusa de existir de la historia número uno, visible y pornográfica.

Y, para la muestra, un botón (un fragmento, mejor sea dicho) de Carson MacCullers y su Balada del café triste, título ―por lo demás, bello―:

La bebida de la señorita Amelia tiene una cualidad especial. Se nota limpia y fuerte en la lengua, pero una vez dentro de uno irradia un calor agradable durante mucho tiempo. Y eso no es todo. Como es sabido, si se escribe un mensaje con jugo de limón en una hoja de papel, no quedan señas de él. Pero si se pone el papel un momento delante del fuego, las letras se vuelven marrones y se puede leer lo que contiene. Imaginen que el whisky es el fuego y que el mensaje es lo más recóndito del alma de un hombre: sólo así se comprende lo que vale la bebida de la señorita Amelia. Cosas que han pasado inadvertidas, pensamientos ocultos en la profunda oscuridad de la mente, de pronto son reconocidos y comprendidos. Un obrero textil que no piensa más que en telar, en la fresquera, en la cama y vuelta al telar; este obrero bebe unas copas el domingo y se tropieza con un lirio de la ciénaga. Y toma esta flor y la pone en la palma de su mano, examina el delicado cáliz de oro y de pronto le invade una dulzura tan intensa como un dolor. Y ese obrero levanta de pronto la mirada y ve por primera vez el frío y misterioso resplandor del cielo de una noche de enero, y un profundo terror ante su propia pequeñez le oprime el corazón. Cosas como éstas son las que ocurren cuando uno ha tomado la bebida de la señorita Amelia. Uno podrá sufrir o podrá consumirse de alegría, pero la experiencia le habrá mostrado la verdad; habrá calentado su alma y habrá visto el mensaje que se ocultaba en ella.


Bogotá, 2009



martes, 23 de junio de 2009

El encanto de lo novedoso


Objeto preciado de la colección de souvenires son las palabras nuevas que designan lo de siempre… aunque sobren los guiones.

“La empleada de la barra deja caer un chorro de café en mi vasito de duroport, lo pone en el azafate y dice –Gracias– tan mecánicamente que no me deja más que sonreír y equilibrar la charola hasta encontrar un lugar para sentarme.” (Payeras, Ruido de fondo: [7])

Bogotá, 2009

Recomendado: Payeras, Javier. Ruido de fondo. Guatemala: Magna Terra editores, 2003.

lunes, 22 de junio de 2009

Elogio a la enseñanza


Borges, Kavafis, Eliot, fueron autores que descubrí, en el pregrado de Estudios Literarios en la Universidad Nacional, de la mano de Harold Alvarado Tenorio. Cómo olvidar aquellas clases dictadas en compañía de sus perros o de sus constantes quejidos cuando la gripa lo asolaba. Su figura rotunda (ya una cuestión de la memoria) despegaba de dos pequeños tobillos inverosímiles y fantásticos para posarse sobre la inconsistencia de las sillas de madera y metal de los salones. Temor me inspiraba su vozarrón que no perdonaba rincón del salón de clase.

Luego, entre estanterías llenas de libros, piso de madera y una única mesa para todos, conocí de la profunda voz de María del Carmen Porrúa, en el Instituto ubicado en la 25 de Mayo, en Buenos Aires, poemas de Luis Cernuda y Antonio Machado, que se agregaron a la ya iniciada lista por Alvarado Tenorio.

El recuerdo asoma porque, entre las ya mencionadas "Lecturas Dominicales" que hacen parte de mis vacaciones, encontré un comentario titulado “Talento nuevo”, de Harold Alvarado Tenorio, que da cuenta de la producción literaria de “Ocho jóvenes escritores de la Universidad Nacional en publicaciones del Colombo-Americano de Bogotá.” El vínculo del comentario proviene de las fotografías de los autores. Repasando los rostros me encontré con el de Otto Gerardo Salazar, autor de un libro de crónicas del que Alvarado Tenorio apunta:

[…] los textos de Otto Gerardo Salazar, publicados en su mayoría en periódicos llaneros. Lejos del provincialismo que tanto afecta a los periodistas hoy, escriban en el centro o en la periferia. Salazar sabe hacer síntesis de sus asuntos y escribe con igual facilidad y agudeza sobre “El loro en los tiempos del cólera”, “San Agustín, patrimonio histórico” o “El psicoanálisis de la Cenicienta y la decepción de Carlitos”.

Conocí a Otto en el Instituto Caro y Cuervo y admiré su tensón para repasar ―cada viernes― la carretera que une Villavicencio con Bogotá para asistir a un seminario-taller sobre ensayo. También alegraba mis incursiones al laberinto del correo electrónico cuando encontraba sus pequeños mensajes. Lectora de sus notas ‘bloggerianas’ recibo con agrado lo que la anacronía ahora me presenta de la pluma de Harold Alvarado Tenorio.

Bogotá, 2009.

Recomendado: Alvarado Tenorio, Harold. “Talento nuevo”, en “Lecturas Dominicales”, El Tiempo (Bogotá) 27 de agosto de 1989: 14.





lunes, 15 de junio de 2009

Las fieras que acechan




A finales de 2006 ―mientras me encontraba en una travesía por la ciudad de los buenos aires que, valga la pena decirlo, aún no concluyo― moría Héctor Libertella. En ese entonces me paseaba por Palermo, sin conciencia de que compartíamos el mismo lugar, dando vueltas a unos pequeños textos que llevaba a mi taller con Paszkowski. Veinte años antes, en 1986, mientras soportaba los años del inenarrable bachillerato, en Francia se concedía el Premio de cuento “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional a “El paseo internacional del perverso”, de Libertella y a “El encuentro”, de Juan Carlos Botero. Entre una gran pila de ejemplares de “Lecturas Dominicales”, de El Tiempo, que ocupan la sala de mi departamento, en el número que salió el 12 de octubre de 1986, encontré el cuento de Botero. La presentación del autor dice así:

Hijo del pintor Fernando Botero y de Gloria Zea, el autor de este relato compartió con el argentino Héctor Libertella el premio “Juan Rulfo” de este año, entre 2.472 obras provenientes de Hispanoamérica. Este galardón, auspiciado por el Centro Cultural de México, Radio Francia Internacional y el Ministerio de la Cultura de Francia, fue adjudicado en París a finales de septiembre, por un jurado conformado por Augusto Roa Bastos, Fernando del Paso, Severo Sarduy, Jorge Enrique Adoum, Julio Ramón Ribeyro, Enrique Caballero Bonald y Ramón Chao. Botero tiene 26 años y es estudiante de letras en la Universidad Javeriana de Bogotá.

Como trazado biográfico se puede anotar que Juan Carlos Botero ha publicado los libros de relatos: Las semillas del tiempo (1992) y Las ventanas y las voces (1999); que ha sido incluido en las antologías: Líneas aéreas (1999), Cuentos de fin de siglo (1999), La horrible noche (2001), y Und trümten vom Leben (2001), y que, en novela, ha publicado La sentencia (2002) y El arrecife (2006). También tiene en su haber, además del Rulfo, el premio al XIX Concurso Latinoamericano, México, 1990.

Tras mi lectura del cuento de Botero, que obedece al fructífero ejercicio del accidente, queda el sobresalto de leer a un ‘otro’ sin identificar que, en la visibilidad del artificio, denuncia la costura. Ahora procedo a re-construir esta sensación mediante una operación taxonómica: “Nuestra finca yace metida en un rincón de la cordillera andina. Vista de lejos, desde la carretera que se desprende de la capital y que pasa cerca, parece incrustada en el nicho de un pesebre, rodeada de un duro espesor, verde y áspero, que nace en la cimas de las montañas y se derrama sobre la sabana.” (Botero, 8). El inicio ―que ubica al lector, durante los primeros tres párrafos del texto, en una realidad trazada mediante el recurso de la descripción del espacio físico― solo sirve de excusa para empotrar, a modo de injerto, una historia hallada por el narrador en un libro titulado “Now I remember”, de un tal Sir Alexander Whitefield. La transición, efectuada como entremés, aclimata un poco el salto que el lector debe efectuar para pasar a ese otro nivel del relato que no es otro que el de la transcripción de una anécdota que se convierte en el centro del texto de Juan Carlos Botero y que se anuncia desde este vestíbulo:

Jamás he leído nada semejante y por ello la considero rescatable. Es decir, digna de perdurar, ya que una anécdota, según su profundidad, puede… apuntar. Se trata de recuperar un instante en que la vida cobra una dimensión trascendental, y su esencia, en medio de la fugacidad, riela antes de internarse de nuevo en el pandemónium de la cotidianeidad. (Botero, 12)

Ante esta explosión de palabras que no es otra cosa que la necesidad del autor por justificar un desliz que, en casos más afortunados, se conoce bajo el nombre de “metalepsis”, no queda más sino dejarse envolver por la historia ―interesante y pegajosa, eso sí― de Whitefield en Nairobi:

La tarde del 5 de marzo recibió una nota de un primo que no veía hacía años llamado John Bingham, notificándole de su reciente matrimonio con una tal Sarah Bishop y su deseo de visitar Africa [sic] en la luna de miel. […] John y Sarah llegaron al mes. Whitefield salió a la estación del tren para recibirlos. En medio de la confusión de equipajes y la mezcla de razas y el tumulto de personas y la turbulencia de idiomas, vio descender del vagón de primera clase a un ángel. No tuvo que ser presentado a aquella mujer fresca en medio de la hirviente atmósfera, de vestido cremoso y sombrero con velo, de rostro radiante que se turbaba al ver a los nativos, flotando en un ambiente personal como sino se apeara de un tren sino del Olimpo, para saber que era Sarah Bishop, esposa de John Bingham. (Botero, 12-13)

El final, como es predecible, es la renuncia a completar el marco que la finca, con estancia colonial incluida, había iniciado; de la misma forma en que la belleza de Sarah Bishop queda reducida, después del fallido safari, a “un trozo de tela ensangrentada, unos cabellos y unos huesos.” (Botero, 16)

Bogotá, 2009

Recomendado: http://luchadores.wordpress.com/2006/10/10/murio-el-escritorhector-libertella/

http://www.lecturalia.com/autor/1096/juan-carlos-botero

viernes, 12 de junio de 2009

Una barra de chocolate americano



El 27 de junio de 2005 se subastaron unos veinte dibujos de Picasso que tenían como protagonista a Geneviève Laporte, poeta y cineasta francesa, que conoció al pintor en 1944 con la tarea de una entrevista para la revista estudiantil del Liceo Fénelon:

Llegué ante un pequeño edificio en donde tres alas de escasa altura delimitaban un patio cerrado por una verja. No había portera. Nadie. Cogí una escalera, al azar, muy estrecha, de peldaños desiguales. En el primer piso oí voces que sonaban detrás de una puerta. Llamé. Una muchacha bonita y morena ―después supe que era Inès― me dijo, sonriendo, que subiera dos pisos más… Seguí subiendo, con el deseo de que no hubiera nadie. Pero, ¡ay! cuando ya pisaba los últimos peldaños de una escalera que parecía abrirse al cielo por una ventana, se abrió la puerta y oí cómo dos hombres se despedían en español. Uno de los dos pasó por mi lado y entonces me encontré ante el otro, cuando ya estaba a punto de cerrar la puerta. (Laporte, 94)

La jovencita presidente de la revista no conocía a Picasso por lo que confundió, en aquella primera ocasión, al pintor con el catalán poeta Sabartés, amigo de juventud de Picasso quien, ante la falta de poder para llevar a cabo su labor de poeta, consagró su talento como escritor a la escritura de prólogos y estudios sobre Picasso. Más tarde, Sabartés escribiría una novela sobre un dictador suramericano, titulada Su Excelencia, que Laporte traduciría al francés por requerimiento directo del propio Sabartés para Editeurs Fançais Réunis. La novela no tuvo mayor reconocimiento en Francia pero, años más tarde, Laporte se impresionaría ante la semejanza de El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, con dicha novela.

Esta mañana terminé El amor secreto de Picasso, de Geneviève Laporte, un libro de lectura amena que contiene los precedentes, antecedentes, desarrollo y fin de su historia como amantes durante el verano de 1951, en el estudio parisiense de la Rue des Grands Agustins y en Saint Tropez, en el momento en que el pintor finiquitaba su relación con Françoise Gilot, pintora que conoció en 1943 y que fue la madre de sus dos hijos, Claude y Paloma. Las incursiones de la estudiante del Liceo Fénelon al estudio de Pablo Picasso dejaron algo más que barras de chocolate americano y un osito decorado con lentejuelas que sostenía una bandera en una de sus patitas a la más tarde poeta y cineasta que consiguió insertarse en el círculo picassiano y sacar provecho de artistas como Jean Cocteau (quien ilustraría su libro de poemas, Sous le manteau de feu), Paul Elaurd y Jaques Prévert.

Laporte logra, con este libro, más que la confesión de su vínculo con Picasso, la visibilidad que tuvieron otras mujeres como Olga Khoklova, Marie Thérèse Walter, Dora Maar, Françoise Gilot, Jacqueline Roque.

Bogotá, 2009


Recomendado: Laporte, Geneviève. El amor secreto de Picasso. Prólogo y cronología de Josep Palau i Fabre. Versión española de Josep Elías Cornet. Barcelona: Editorial Euros, 1974, 238 p.

miércoles, 10 de junio de 2009

El problema del “autor real”



Cuando era pequeña pasaban por la televisión una serie llamada “Shogun”, dirigida por Jerry London y protagonizada por Richard Camberlain. No recuerdo cuál era el día que tanto esperaba a la semana para sentarme frente a la televisión a ver los kimonos, los espacios claros, desocupados, separados por el agradable sonido de las puertas corredizas; pero sí recuerdo que todos los fines de semana desbarataba mi cama e improvisaba mi espacio japonés con colchón y cobijas, y mi kimono, con sábanas de muñequitos. Chamberlain fue, en esta puerta de entrada a la cultura japonesa, mi primer amor platónico reafirmado luego en la también serie “El pájaro Espino”. Más tarde, en el invierno de 2001, mientras alimentaba peces naranja y amarillo en el estanque del jardín japonés, en Buenos Aires, pude reconstruir otro tramo de mi fascinación.
En el “Magazín Dominical” ―No. 659 del 31 de diciembre de 1995― de El Espectador me topé con un cuento de la escritora japonesa Kanai Mieko (Takasaki, 1947) titulado “Amor platónico”. Mi experiencia de lectura de narrativa japonesa se reduce a Yasunari Kawabata, Kenzaburo Oé y Yukio Mishima, pero creo que mi empatía con su visión del vacío y con la concepción del objeto literario –ante todo como estético- es alimentada por la necesidad de borrar las fronteras entre prosa y poesía que la historiografía literaria nos ha querido imponer a través de los géneros literarios. No estoy muy segura de que Kanai intente resolver ―como lo dice Fernando Barbosa, traductor y presentador del texto de la escritora japonesa―, “los interrogantes que plantea el origen de la creación literaria”; pero sí considero que “Amor platónico” es la puesta en forma estética del eterno conflicto al que se enfrenta el yo creador: la figura del autor, y que su cuento es una de aquellas sofisticadas e inspiradoras reflexiones teóricas acerca de la noción de autor en la obra literaria.
He aquí algunos apartes de su cuento:

Si alguna vez tuviera que probarle a ella que yo soy “la autora”, supongo que tendría que hacerlo escribiendo un ensayo o un libro. Me hice conocida de ella… bueno, en este caso no sé si “conocida” sea la palabra correcta… de cualquier forma, nuestra extraña relación comenzó cuando escribí mi primer cuento.

¿Por qué será que al final, así se trate de evitar la discusión sobre nuestra propia obra, o la que pensamos escribir, terminamos contándolo todo? A pesar de gozar con el silencio, las palabras emergen… Empezamos con el deseo de discutir la verdad y en la práctica llegamos a términos que encubren la verdad. ¿Qué está requerido y anticipado en el acto que llamamos “discutir la propia obra”? Quizás sea una forma de confesión. Y dentro de ese acto que pretende ser una confesión, sueño una forma en la cual, ocultos, permanezcan los libros que ingeniosamente se hayan vuelto ilusiones.

Hasta entonces, no tenía más que un título para el cuento que planeaba escribir: “Amor platónico”. ¿Y quién diablos lo escribiría? ¿Ella o yo?

lunes, 8 de junio de 2009

Una vez más, la forma especular






Las letras engañan cuando son los ojos los que leen. Se lee en la esquina escondida de lo íntimo. Los ojos son vidrios, cristales incoloros por los que pasa el material opaco de las letras. Lo que brilla es el destello del retruécano, del juego que se insinúa con la combinación de las letras que, de a poco, acumulan palabras. ZOO (A Zed and Two Noughts), de Peter Greenaway, es el equilibrio del reflejo interrumpido. Bajo la forma de un tributo a Vermeer, este artista (primero) y director de cine (después) de origen galés, logra que «el momento de la acción fugaz» y «el drama revelado por la luz» sean pivote de la maquinación refinada que deviene poética de la putrefacción. La dupla se supera a partir de otra dupla: los mellizos que, obsesionados con la pregunta acerca del tiempo que toma un cuerpo para descomponerse, empiezan una búsqueda exhaustiva de la respuesta. El doble no es solo la re-invención de algunos de los cuadros del pintor holandés de mediados del siglo XVII, Jan Vermeer, ni los dos círculos perfectos y azules que ocupan casi medio encuadre al inicio de la cinta. El doble es la obsesión, es una fijación que es fantasma de la obra artística y literaria. La inquietud por el otro que es el uno, el desdoblamiento del sujeto a través de su repetición.

Recomendado: http://seikilos.com.ar/seikilos/category/opinion/cine/greenaway/


sábado, 3 de enero de 2009

Debajo, ya no en la superficie


Caminando por el centro con H., nos decidimos a entrar a una tienda de venta de bodega de una gran papelería. A pesar de que los bolsillos no iban muy pesados, yo llevaba un bolso grande, desocupado y con ínfulas de ser útil. Entre los estantes que daban a los muros había libros, ubicados, como mejor se pudiera, para ser vistos, sacados y llevados. Entre ellos, uno pequeño –siempre he sentido debilidad por lo débil y lo insignificante– con la pintura de una mujer de piernas cruzadas, que dejaba a mis ojos el recorrido de su espalda animado por cuatro uñas pintadas de carmesí. El título: dibaxu. El autor: Juan Gelman, Premio Cervantes de la Letras, 2007. Ya en casa, al leerlo, me senté, de nuevo, en una silla del fondo del auditorio de la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, y oí la voz de Juan leer poemas, alentada por la respiración del bandoneón. Ahora, en Bogotá, me topo con este libro escrito, como él mismo lo anota, en sefardí, entre 1983 y 1985. La elección es clara: a pesar de ser de origen judío, Juan Gelman no es sefardí. El ejercicio se lleva a cabo en el terreno del lenguaje y del exilio. Lo que importa es reproducir el sonido de las palabras por quien lee. El poema quiere ser leído y el poeta se regocijará porque los diminutivos serán susurro de una ternura recuperada.

dizis avlas cun árvulis
tenin folyas que cantan
y páxarus
qui djuntan sol/

tu silenziu
disparta
lus gritus
dil mundu/


dices palabras con árboles/
tienen hojas que cantan
y pájaros
que juntan sol/

tu silencio
despierta
los gritos
del mundo/

Si las coincidencias existen, entonces podré anexar lo siguiente: días después, rescatando algunos números del desaparecido Magazín Dominical de El Espectador encontré un artículo escrito por un tal Juan Mosca, sobre el también desaparecido –pero a finales de 2007– Rogelio Salmona, cuyos ancestros sí eran sefardíes:

Después de la expulsión, los sefardís [sic] siguieron utilizando el español del siglo XV en la vida cotidiana, siguieron pensando en España como el país que perdieron, pero que era definitivamente suyo.

Y he ahí que pude leer los poemas de dibaxu como el llamado del país perdido, como el canto melancólico del padre en busca de su hijo extraviado, al otro lado del río, y pude recorrer los espacios de ladrillo y ojos de agua como el eterno retorno de lo que nunca se ha ido.