Hablar de monólogo interior [fluir de la conciencia] es nombrar a Virginia Woolf, a James Joyce. Hace poco, la novela del sesenta, Dos o tres inviernos me hizo pensar en la sofisticación que demanda, del artista, esta técnica literaria para convertise en obra. Contraria a muchos, me aburrí mucho con La señora Dalloway: el monólogo rebasa la afectación hasta el punto de producir arcadas que se traducen en el paso rápido y aéreo de las páginas (solo retenidas con las apariciones de Septimus).
Durante mis breves vacaciones, tuve por empresa leerme una novelita del escritor austríaco Arthur Schnitzler (Viena, 1862-1931), La señorita Elsa que, en 1923, aglutinaba en palabras las angustias femeninas de la heroína: una mujercita debatida entre la entrega física, como prenda de una deuda paterna a un hombre que la demanda, y su entrega a las elucubraciones del deseo íntimo.
Como es lógico, gana el deseo a la realidad (sino pregúntenle al grande Luis Cernuda que se ocupó del asunto en su universo poético) y el lector asiste al texto ya no como testigo, sino como textigo (delicia de delicias para nosotros, los vouyeristas) que se balancea y pedalea entre lo que se ve y lo que se siente.
Recomendado: Schnitzler, Arthur. La señorita Elsa. México: Siglo XXI Editores, 1982: 9-101.
Bogotá, 2009
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