lunes, 16 de noviembre de 2009

La creación del dr. Frankenstein


Aunque está en el estante de mi biblioteca, esperaba que El eskimal y la Mariposa, de Naum Montt, no abandonara su clasificación de cosa que ocupa espacio; es decir, tenía firmes intenciones de no luchar contra la resistencia que ella misma me impuso para superar su primera página, y darle al libro una existencia más digna como retenedor del polvo y del tiempo bogotanos. Pero, como suele pasar, tuve que dejar a un lado mi promesa para comentar el texto de una colega sobre esta novela. Apenas di la vuelta a la primera página me felicité por el hecho y, con el impulso, pude llegar sin contratiempos, y en un día de jornada, a la página 255 (esta hazaña la menciono porque es, según los editores y redactores de los comentarios en la contracarátulas de las novedades, sinónimo de calidad literaria). La lectura que me deja la novela es la de una creación al estilo de la del doctor Frankenstein. El libro tiene cara de policial, pero solo hay que avanzar lo suficiente para darse cuenta de que no existe el problema del enigma –pivote del género― y de que la inteligencia no es una las cualidades del texto, estoy pensando, por supuesto, en Juan José Saer. Más adelante, hace creer al lector que la cuestión es por el lado de la novela negra (no cabe duda, de que ese será su perfil fotogénico) y entonces, Naum Montt, demiurgo, vierte en el saco que contiene el letrero ‘novela’ la definición de Paco Ignacio Taibo II: "Una novela negra es aquella que tiene en su corazón un hecho criminal y que genera una investigación. Lo que ocurre es que una buena novela negra investiga algo más que quién mató o quién cometió el delito, investiga a la sociedad en la que los hechos se producen. Empieza contando un crimen, y termina contando cómo es esa sociedad" (Entrevista con Ana Salado en Abc Cultural. 1. Julio. 2000), y asegura con un gancho el problema de las clasificaciones. Con el problema superado (según Montt), se dirige al bargueño que guarda las pócimas ‘hibridez’, ‘cómic’, ‘kitsch’, ‘hechos históricos’, y van cayendo en la bolsa, uno por uno: Pequeño Larús, Coyote, José Miel, Mandrake, Casandra, Eskimal, Mariposa, asesinato de Bernardo Jaramillo Ossa, asesinato de Luis Carlos Galán, asesinato de Carlos Pizarro. Para el cierre, nada más efectivo que apelar al espíritu romántico e invocar el arduo trabajo de la escritura en la problematización del Eskimal, responsable de rescatar del olvido la historia, con h minúscula, y salvar algo del naufragio.

La respuesta al desazón de la novela está dentro de la misma novela (punto que le abono a Montt) y que responde, también, al espíritu de época que nos aqueja: el conflicto, sin digerir, de la dupla tradición/novedad, una sombra que intoxica la luminosa autosuficiencia de los escritores del momento, y que se resuelve en la deliciosa simplicidad del ser lector. Coyote, lector, rescata una entrevista del Eskimal:

Macondo agoniza. Ya pasaron los tiempos de las mariposas amarillas y los deseos incestuosos. Las pestes del insomnio, del olvido y del amor, tan comunes a Macondo, han llegado a la ciudad bajo una forma vulgar y miserable. A golpe de disparos, situaciones estúpidas y enfermedades extrañas e incurables, terminaron por convertirnos en personajes inverosímiles, absurdos, degradados por una muerte que nos llegó a medias, sin ganas y sin fuerza para hacernos morir del todo. No nos queda más que agonizar en medio de la locura: locos de amor, locos de tiempo, locos de muerte, locos perdidos en mundos invisibles… Si entrara el diablo a escoger no se salvaría nadie. (Montt, 2004: 41-2)

No importa si agoniza o no, Macondo es un referente más para el lector. Sin la pretensión de ser sombra para el escritor, Macondo es parte de la tradición, una tradición que superó las angustias de la agonía con su inmortalidad. Eso es lo que no han entendido aquellos que conforman la lista del diablo cuando debe escoger a quién se lleva: Naum, alista tu maleta.

Bogotá, 2009.

lunes, 9 de noviembre de 2009

La imagen superada

Walbert Pérez Martínez


Pocas veces, más en los tiempos que nos aquejan, se topa la lectora con un libro que, desde el papel, susurra los cuidados editoriales de la impresión. Esta lectora, ya emocionada con el peso del objeto, paladea los sabores del papel vegetal en un alto gramaje, las ilustraciones de un reconocido artista gráfico y las fotografías a todo color de las pinturas de un joven artista abstracto. Luego, pasa al texto, centro de un título que repasa la idea del tiempo y del doble en sus tres palabras: Memoria de Caín, de Anatael Garay Álvarez. Las palabras, los poemas, de este libro tienen entonces un gran reto: sobreponerse al impacto estético del paratexto para seducir a la lectora con su texto; abandonar el plano de lo físico para dejar espacio a la música y a la imagen que deben transpirar, inspirar y expirar, el poema. La lectora va en busca de eso, no porque sea fórmula de lectura académica, sino porque algún buen profesor o alguna buena profesora le revelaron que solo la lectura en voz alta ilumina la Poesía. La palabra en poesía no es certeza, la palabra en poesía opera como el umbral que promete una experiencia estética; pero el libro de Anatael Garay se queda en la experiencia desnuda que, con palabras, reproduce y da cuenta de una acción. La palabra se ahoga en su certeza de palabra y no acalla lo abrupto y arbitrario de sí misma en la búsqueda de lo que ella quiere en realidad ser.

Del diluvio, se rescatan estos versos, esparcidos como faros en el texto:

alguien aquí juega a ser alguien
alguien con mi nombre
alguien con mis señas
conspira estas palabras
(“Los cigarrillos de Sócrates”)


la poesía no es la cuerda en el vacío
la poesía es el vacío
donde el pie sueña otras orillas
(“Los cigarrillos de Sócrates”)


en estas palabras ocurren
todas las palabras del mundo
(“Don Quijote en servilletas de bar”)


y la memoria era una extraña forma del dolor
(“Macayepo city”)


hay un día en el día
la claridad es un lento oficio de gusanos
la luz se inventa en los ojos
y los ojos inventan al mundo
y su agonía
(“Relojería de gaitas”)


nada mío será memoria
ni tu boca haciendo
verdad las orillas
de la noche
(“Las orillas de la noche”)



Acerca de: Garay Álvarez, Anatael. Memoria de Caín. Los poemas del purgatorio. Bogotá: Corporación Unificada Nacional de Educación CUN, 2008, 177 p.

sábado, 7 de noviembre de 2009

La insularidad toma territorio

El estupor me embarga un poco más, cada vez que tengo la oportunidad de asistir a intercambios de carácter humano. Viví con una comunidad de gatos (ahora son dos) y puedo dar fe de que los animales no son así. Solo el hombre, con eso que se jacta de llamar razón y, peor aún inteligencia, está en plena capacidad de ser cada día más egoísta, soberbio, necio.

Bogotá, 2009.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Y a los críticos, ¿quién los lee?


Mucho se repisa aquello de que no existen lectores para la cantidad de novedades que llenan espacio en las vidrieras de las librerías (hasta las editoriales han desistido de los grandes y libadores lanzamientos); pero poco se habla del flaco público que recorre las letras críticas de la literatura. Si se busca responsable, se podría señalar a la academia como la primera culpable: su acartonamiento, oloroso a engrudo de abuela, aún cree que lo rebuscado es garantía de credibilidad. A esto hay que sumarle la carrera a que someten, las publicaciones indexadas y los requisitos para aplicar o mantener una plaza dentro de una universidad, a los profesores, y que solo logra aumentar la montaña de textos que bostezan uno sobre el otro sin enterarse de lo que hablan. Como lectora, puedo dar fe de que la mayoría de textos que he tenido la suerte de leer, y que aparecen en revistas académicas, me han prodigado mayor fuente de aburrimiento que la asistencia a encuentros literarios en la feria del libro y, en su lugar, han dejado de lado la principal misión del crítico: iluminar la lectura de una fuente primaria. Lo que sucede con la crítica es algo del fenómeno que asalta a la literatura actual: el autor no acepta su muerte en el texto sino que, por el contrario, necesita que sea el texto un espejo que refleje la imagen que cree tener de sí mismo. Se encapsula la literatura en un ojo de agua donde el único que reconoce alguna forma es el que se mira a sí mismo sobre la superficie, pero ¿y el fondo?

Bogotá, 2009.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Narrar lo inenanarrable

Al concluir la lectura de Cada día después de la noche, novela ganadora del XIII Concurso de Novela “Aniversario Ciudad de Pereira”, 1996, de Jairo Restrepo Galeano, pienso los modos en que se hace posible dar cuenta de la imposibilidad de narrar una experiencia traumática, en este caso la tragedia de Armero. Walter Benjamin habla del silencio de los soldados al volver de la guerra. La solución planteada en la novela de Restrepo Galeano se asegura en una escritura que atraviesa de aire las ideas, convirtiéndolas en sentencias, epílogos, de acuerdo a la procedencia de la imagen: unas veces la carne y otras la memoria. La fragmentación supera el campo que sugieren las frases cortas, cuenta gotas de la voz testimonial que da cuenta del desastre, y troncha en dos la experiencia lectora: Armero y Cartagena. Ante la imposibilidad de unión entre los dos espacios físicos, queda el trazado de un puente que va desde las experiencias sexuales (en el tono de la conocida balada de la posesión y la penetración) hasta la enfermedad del cuerpo. Demasiada carne, para mí, y poco vino para pasar el sabor.

Bogotá, 2009.