miércoles, 4 de noviembre de 2009

Y a los críticos, ¿quién los lee?


Mucho se repisa aquello de que no existen lectores para la cantidad de novedades que llenan espacio en las vidrieras de las librerías (hasta las editoriales han desistido de los grandes y libadores lanzamientos); pero poco se habla del flaco público que recorre las letras críticas de la literatura. Si se busca responsable, se podría señalar a la academia como la primera culpable: su acartonamiento, oloroso a engrudo de abuela, aún cree que lo rebuscado es garantía de credibilidad. A esto hay que sumarle la carrera a que someten, las publicaciones indexadas y los requisitos para aplicar o mantener una plaza dentro de una universidad, a los profesores, y que solo logra aumentar la montaña de textos que bostezan uno sobre el otro sin enterarse de lo que hablan. Como lectora, puedo dar fe de que la mayoría de textos que he tenido la suerte de leer, y que aparecen en revistas académicas, me han prodigado mayor fuente de aburrimiento que la asistencia a encuentros literarios en la feria del libro y, en su lugar, han dejado de lado la principal misión del crítico: iluminar la lectura de una fuente primaria. Lo que sucede con la crítica es algo del fenómeno que asalta a la literatura actual: el autor no acepta su muerte en el texto sino que, por el contrario, necesita que sea el texto un espejo que refleje la imagen que cree tener de sí mismo. Se encapsula la literatura en un ojo de agua donde el único que reconoce alguna forma es el que se mira a sí mismo sobre la superficie, pero ¿y el fondo?

Bogotá, 2009.

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