lunes, 31 de agosto de 2009

Antes de que llegue el olvido

Leo una novela, rescatada en el 2007 por la colección “Biblioteca de Literatura del Caribe Colombiano”, del escritor cartagenero Alberto Sierra Velásquez. Este cineclubista en los años sesenta y setenta, escritor de teatro que fundó y dirigió el Teatro de Cámara de Cartagena, es el autor de una novela corta titulada Dos o tres inviernos, premiada por la Extensión Cultural de Bolívar en 1963. La novela se divide en tres capítulos: Interiores: la habitación; Exteriores: la ciudad, y Exteriores: la “fiesta del agua”. La protagonista, una mujer que vive con pasión inusitada el tedio de la existencia, contempla desde su ‘cuarto propio’ lo que sucede afuera. La propuesta, no hay que negarlo, es interesante; en el umbral que dibuja la prosa en el encuentro con lo poético, la novela de Sierra Velásquez se despliega, surrealista y absurda, sobre el telón de fondo de una Cartagena húmeda y ruinosa, llena de callejones y vericuetos como el trazado de la protagonista a través de sus pensamientos.

El reparo está en el lenguaje. A mi modo de ver, no hay duda alguna de que Dos o tres inviernos lanza al tapete de la experimentación y de la apelación al lector, la tradición de las letras costeñas engolosinadas con personajes míticos y con la superación de la brecha entre civilización y barbarie que representan las duplas oralidad-escritura y campo-ciudad, pero con el despliegue, un tanto aturdidor, de procedimientos que dejan al aire la costura de la escritura para que sea fosilizada mediante una serie de palabras retorcidas y pesadas que creen así succionar el tuétano de lo literariamente estético y que, como lo dice el personaje-objeto-de-deseo-de-la-protagonista, cree que “Decir absurdos es crear” (Sierra Velásquez, 82).

Bogotá, 2009

Recomendado: Sierra Velásquez, Alberto. Dos o tres inviernos. Cartagena de Indias: Editorial Universitaria. Universidad de Cartagena, c2007, 160 p.

martes, 25 de agosto de 2009

Las definiciones del género



A raíz de una conversación presenciada el día de hoy, como sobremesa, pienso en la definición de la novela, sobre la conveniencia de los límites cuando de lo inabarcable se trata. La novela propone la eterna transformación. Pensar en la anti-novela implica que se asume la cristalización de una definición que opere como punto de partida y, desde esa fabricación de certeza, empieza el error. Las novelas, cuando son buenas, cuando superan la prueba del devenir temporal, encierran la transgresión de la tradición de su género. Entonces, todas adoptan como motor de su génesis la ruptura con lo anterior y, por ende, se presentan como «anti». Debo recordar que pienso así cuando pienso en buenas novelas a lo largo de la historia de la literatura. Es posible que así lo hayan pensado, en su momento, Joyce, Beckett, Woolf, Fernández (Macedonio), Cortázar, Bellatín, Aira o algunos de nuestros escritores colombianos actuales.

A mi modo de ver el término anti-novela implica, antes que la aclaración de una definición de novela, la delimitación de un segmento temporal que permita establecer la dinámica de tradición y ruptura que se quiere proponer.

Bogotá, 2009

jueves, 20 de agosto de 2009

El encanto Faulkner-Hemingway

A los escritores no hay que creerles. Esta afirmación se acomoda en el forcejeo de siempre entre la ficción y la realidad. ¿No hay que creerles porque lo de ellos es un asunto que atañe a la invención? ¿No hay que creerles porque los circunda un doble, su doble? Yo creo que la sentencia se aplica para todo espectro humano, sea cual sea su función en este reino. A los seres humanos no hay que creerles. Con esta premisa en el bolsillo, voy al punto que motiva esta marejada: un libro, editado por el mexicano Lauro Zavala, que se titula La escritura del cuento, y que hace parte de Teorías del cuento.

Allí encontré el testimonio —y téngase muy en cuenta lo de testimonio— de un escritor norteamericano que hace poco leí: Donald Barthelme, de Mario Vargas Llosa y de Raymond Carver. La enumeración se valida por un elemento en común que denomino el factor Faulkner-Hemingway. Los personajes ya están. El conflicto se concentra en una cuestión de influencias que no es otra cosa que nuestro siempre latente instinto devorador. Ya Harold Bloom lo había denominado como «la angustia de las influencias», el motor de la invención, creo yo.

Bogotá, 2009

miércoles, 12 de agosto de 2009

Sobre la mala educación

La infancia es un pasto verde y lozano que algunos se encargan de cerrar y parcelar con mojones y alambre de lo que es la buena y la mala educación. Si bien a mí no me tocó, como a mis padres, saborear los dictámenes de la Urbanidad de Carreño, si me explicaron las monjas –de forma clara y poco pedagógica- de qué se trataban las buenas y las malas costumbres. Ahora, ya cuando creo que este asunto es una etapa superada (con secuelas, pero superada), llega a mí una novela de Pedro Badrán titulada Un cadáver en la mesa es mala educación.

Conocí a Badrán con la excusa de mi proyecto sobre literatura colombiana contemporánea y recibí de sus manos El día de la mudanza. Recuerdo haberla leído con fruición y muy buen apetito porque soy afín a esa poética del espacio cuando se encuentra, en una esquina, con el paso del tiempo. Ahora, que leo esta otra novela, escrita en el 2003 y publicada por Ediciones B en el 2006, extraño al Badrán que encontré una vez en una escalera y que me contó que estaba próximo a viajar a París con una beca de la alcadía de esa ciudad para escribir una novela que después sería Un cadáver en la mesa es mala educación. El juego de espejos funciona, más ahora, cuando nuestra imagen se desdibuja y nos buscamos en la escritura, con desespero, devorando cada letra y palabra, sin dejar que cada sabor impregne nuestra lengua. La historia, Made in Colombia, es la de un periodista que cubre la muerte de un colega y compañero, Alcibíades Salazar, que aparece muerto en su casa en extrañas circunstancias. Podría, si me lo propusiera, dar cuenta de la novela con el abanico de palabras que periodistas y medios han constituido como bandera de la expresión: presunto, asesino, implicado, corrupción, pero no es ese el caso, ni este el momento. El caso es dejar constancia de mi extrañeza con Pedro y buscarlo porque, entre la experimentación que aduce la inserción de notas que quieren parecer recortes de periódico y los párrafos que se abrazan a la cursiva como medio para denunciar el relato dentro del relato, lo único que me queda es el sabor de que esta es una novela negra con un destino más oscuro que su intención.

Bogotá, 2009

martes, 4 de agosto de 2009

Esto apesta


Atentados, guerrilla, paramilitares, satánicos y maldadosos. Narcotráfico, tetas, secuestros, prostitución y corrupción. Si bien en la literatura no es importante el qué sino el cómo, los escritores y editores del momento abusan ya no del desocupado sino del sufrido lector. Esto huele mal, de Fernando Quiroz, prolongación del monstruo contemporáneo que llaman novela, no solo garantiza desde la misma portada —un perro French Poodle y una pierna encorreada de mujer— la experiencia repetida, sino que se encarga de mantener lo repetible hasta las últimas líneas de 181 páginas y 76 cortos capítulos: la infidelidad de Ricardo, un trabajador de una agencia de viajes (o algo así, que en todo caso no importa porque solo funciona como excusa de sus escapadas y de la mención que Quiroz hace de los argentinos para conmemorar su capítulo Gatopardo-Buenos Aires). La fórmula de eventos de la vida política, social y sexual colombiana esta vez escoge como escenario el atentado del Club del Nogal del que se salva el protagonista gracias a que, justo en esos momentos, se encuentra departiendo con Manuela, su amante de turno. Hace poco leí en una de las columnas de Carolina Sanín, en El Espectador, titulada “El chisme de la novela”, una reflexión bastante interesante sobre la infidelidad que apela a la experiencia novelística y que en mí insufla esa idea que me encanta del doble; pero que, en el caso de Esto huele mal, encarnece la lista de producciones escritas que se inscriben en lo que llamo, desde ahora, «experiencias telenovelísticas». Una mejor portada para esta novela de Fernando Quiroz, hubiese sido, tal vez, una fotografía de la mierda de Nerón, el perro de Manuela.

Bogotá, 2009