jueves, 20 de agosto de 2009

El encanto Faulkner-Hemingway

A los escritores no hay que creerles. Esta afirmación se acomoda en el forcejeo de siempre entre la ficción y la realidad. ¿No hay que creerles porque lo de ellos es un asunto que atañe a la invención? ¿No hay que creerles porque los circunda un doble, su doble? Yo creo que la sentencia se aplica para todo espectro humano, sea cual sea su función en este reino. A los seres humanos no hay que creerles. Con esta premisa en el bolsillo, voy al punto que motiva esta marejada: un libro, editado por el mexicano Lauro Zavala, que se titula La escritura del cuento, y que hace parte de Teorías del cuento.

Allí encontré el testimonio —y téngase muy en cuenta lo de testimonio— de un escritor norteamericano que hace poco leí: Donald Barthelme, de Mario Vargas Llosa y de Raymond Carver. La enumeración se valida por un elemento en común que denomino el factor Faulkner-Hemingway. Los personajes ya están. El conflicto se concentra en una cuestión de influencias que no es otra cosa que nuestro siempre latente instinto devorador. Ya Harold Bloom lo había denominado como «la angustia de las influencias», el motor de la invención, creo yo.

Bogotá, 2009

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