lunes, 15 de junio de 2009

Las fieras que acechan




A finales de 2006 ―mientras me encontraba en una travesía por la ciudad de los buenos aires que, valga la pena decirlo, aún no concluyo― moría Héctor Libertella. En ese entonces me paseaba por Palermo, sin conciencia de que compartíamos el mismo lugar, dando vueltas a unos pequeños textos que llevaba a mi taller con Paszkowski. Veinte años antes, en 1986, mientras soportaba los años del inenarrable bachillerato, en Francia se concedía el Premio de cuento “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional a “El paseo internacional del perverso”, de Libertella y a “El encuentro”, de Juan Carlos Botero. Entre una gran pila de ejemplares de “Lecturas Dominicales”, de El Tiempo, que ocupan la sala de mi departamento, en el número que salió el 12 de octubre de 1986, encontré el cuento de Botero. La presentación del autor dice así:

Hijo del pintor Fernando Botero y de Gloria Zea, el autor de este relato compartió con el argentino Héctor Libertella el premio “Juan Rulfo” de este año, entre 2.472 obras provenientes de Hispanoamérica. Este galardón, auspiciado por el Centro Cultural de México, Radio Francia Internacional y el Ministerio de la Cultura de Francia, fue adjudicado en París a finales de septiembre, por un jurado conformado por Augusto Roa Bastos, Fernando del Paso, Severo Sarduy, Jorge Enrique Adoum, Julio Ramón Ribeyro, Enrique Caballero Bonald y Ramón Chao. Botero tiene 26 años y es estudiante de letras en la Universidad Javeriana de Bogotá.

Como trazado biográfico se puede anotar que Juan Carlos Botero ha publicado los libros de relatos: Las semillas del tiempo (1992) y Las ventanas y las voces (1999); que ha sido incluido en las antologías: Líneas aéreas (1999), Cuentos de fin de siglo (1999), La horrible noche (2001), y Und trümten vom Leben (2001), y que, en novela, ha publicado La sentencia (2002) y El arrecife (2006). También tiene en su haber, además del Rulfo, el premio al XIX Concurso Latinoamericano, México, 1990.

Tras mi lectura del cuento de Botero, que obedece al fructífero ejercicio del accidente, queda el sobresalto de leer a un ‘otro’ sin identificar que, en la visibilidad del artificio, denuncia la costura. Ahora procedo a re-construir esta sensación mediante una operación taxonómica: “Nuestra finca yace metida en un rincón de la cordillera andina. Vista de lejos, desde la carretera que se desprende de la capital y que pasa cerca, parece incrustada en el nicho de un pesebre, rodeada de un duro espesor, verde y áspero, que nace en la cimas de las montañas y se derrama sobre la sabana.” (Botero, 8). El inicio ―que ubica al lector, durante los primeros tres párrafos del texto, en una realidad trazada mediante el recurso de la descripción del espacio físico― solo sirve de excusa para empotrar, a modo de injerto, una historia hallada por el narrador en un libro titulado “Now I remember”, de un tal Sir Alexander Whitefield. La transición, efectuada como entremés, aclimata un poco el salto que el lector debe efectuar para pasar a ese otro nivel del relato que no es otro que el de la transcripción de una anécdota que se convierte en el centro del texto de Juan Carlos Botero y que se anuncia desde este vestíbulo:

Jamás he leído nada semejante y por ello la considero rescatable. Es decir, digna de perdurar, ya que una anécdota, según su profundidad, puede… apuntar. Se trata de recuperar un instante en que la vida cobra una dimensión trascendental, y su esencia, en medio de la fugacidad, riela antes de internarse de nuevo en el pandemónium de la cotidianeidad. (Botero, 12)

Ante esta explosión de palabras que no es otra cosa que la necesidad del autor por justificar un desliz que, en casos más afortunados, se conoce bajo el nombre de “metalepsis”, no queda más sino dejarse envolver por la historia ―interesante y pegajosa, eso sí― de Whitefield en Nairobi:

La tarde del 5 de marzo recibió una nota de un primo que no veía hacía años llamado John Bingham, notificándole de su reciente matrimonio con una tal Sarah Bishop y su deseo de visitar Africa [sic] en la luna de miel. […] John y Sarah llegaron al mes. Whitefield salió a la estación del tren para recibirlos. En medio de la confusión de equipajes y la mezcla de razas y el tumulto de personas y la turbulencia de idiomas, vio descender del vagón de primera clase a un ángel. No tuvo que ser presentado a aquella mujer fresca en medio de la hirviente atmósfera, de vestido cremoso y sombrero con velo, de rostro radiante que se turbaba al ver a los nativos, flotando en un ambiente personal como sino se apeara de un tren sino del Olimpo, para saber que era Sarah Bishop, esposa de John Bingham. (Botero, 12-13)

El final, como es predecible, es la renuncia a completar el marco que la finca, con estancia colonial incluida, había iniciado; de la misma forma en que la belleza de Sarah Bishop queda reducida, después del fallido safari, a “un trozo de tela ensangrentada, unos cabellos y unos huesos.” (Botero, 16)

Bogotá, 2009

Recomendado: http://luchadores.wordpress.com/2006/10/10/murio-el-escritorhector-libertella/

http://www.lecturalia.com/autor/1096/juan-carlos-botero

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