Aunque está en el estante de mi biblioteca, esperaba que El eskimal y la Mariposa, de Naum Montt, no abandonara su clasificación de cosa que ocupa espacio; es decir, tenía firmes intenciones de no luchar contra la resistencia que ella misma me impuso para superar su primera página, y darle al libro una existencia más digna como retenedor del polvo y del tiempo bogotanos. Pero, como suele pasar, tuve que dejar a un lado mi promesa para comentar el texto de una colega sobre esta novela. Apenas di la vuelta a la primera página me felicité por el hecho y, con el impulso, pude llegar sin contratiempos, y en un día de jornada, a la página 255 (esta hazaña la menciono porque es, según los editores y redactores de los comentarios en la contracarátulas de las novedades, sinónimo de calidad literaria). La lectura que me deja la novela es la de una creación al estilo de la del doctor Frankenstein. El libro tiene cara de policial, pero solo hay que avanzar lo suficiente para darse cuenta de que no existe el problema del enigma –pivote del género― y de que la inteligencia no es una las cualidades del texto, estoy pensando, por supuesto, en Juan José Saer. Más adelante, hace creer al lector que la cuestión es por el lado de la novela negra (no cabe duda, de que ese será su perfil fotogénico) y entonces, Naum Montt, demiurgo, vierte en el saco que contiene el letrero ‘novela’ la definición de Paco Ignacio Taibo II: "Una novela negra es aquella que tiene en su corazón un hecho criminal y que genera una investigación. Lo que ocurre es que una buena novela negra investiga algo más que quién mató o quién cometió el delito, investiga a la sociedad en la que los hechos se producen. Empieza contando un crimen, y termina contando cómo es esa sociedad" (Entrevista con Ana Salado en Abc Cultural. 1. Julio. 2000), y asegura con un gancho el problema de las clasificaciones. Con el problema superado (según Montt), se dirige al bargueño que guarda las pócimas ‘hibridez’, ‘cómic’, ‘kitsch’, ‘hechos históricos’, y van cayendo en la bolsa, uno por uno: Pequeño Larús, Coyote, José Miel, Mandrake, Casandra, Eskimal, Mariposa, asesinato de Bernardo Jaramillo Ossa, asesinato de Luis Carlos Galán, asesinato de Carlos Pizarro. Para el cierre, nada más efectivo que apelar al espíritu romántico e invocar el arduo trabajo de la escritura en la problematización del Eskimal, responsable de rescatar del olvido la historia, con h minúscula, y salvar algo del naufragio.
La respuesta al desazón de la novela está dentro de la misma novela (punto que le abono a Montt) y que responde, también, al espíritu de época que nos aqueja: el conflicto, sin digerir, de la dupla tradición/novedad, una sombra que intoxica la luminosa autosuficiencia de los escritores del momento, y que se resuelve en la deliciosa simplicidad del ser lector. Coyote, lector, rescata una entrevista del Eskimal:
Macondo agoniza. Ya pasaron los tiempos de las mariposas amarillas y los deseos incestuosos. Las pestes del insomnio, del olvido y del amor, tan comunes a Macondo, han llegado a la ciudad bajo una forma vulgar y miserable. A golpe de disparos, situaciones estúpidas y enfermedades extrañas e incurables, terminaron por convertirnos en personajes inverosímiles, absurdos, degradados por una muerte que nos llegó a medias, sin ganas y sin fuerza para hacernos morir del todo. No nos queda más que agonizar en medio de la locura: locos de amor, locos de tiempo, locos de muerte, locos perdidos en mundos invisibles… Si entrara el diablo a escoger no se salvaría nadie. (Montt, 2004: 41-2)
No importa si agoniza o no, Macondo es un referente más para el lector. Sin la pretensión de ser sombra para el escritor, Macondo es parte de la tradición, una tradición que superó las angustias de la agonía con su inmortalidad. Eso es lo que no han entendido aquellos que conforman la lista del diablo cuando debe escoger a quién se lleva: Naum, alista tu maleta.
Bogotá, 2009.